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Hubo un tiempo en el que los amantes confesaban su pasión por medio de epístolas, épocas donde no se solía contar el número de letras y no se insertaban emoticones entre las palabras. Las cartas de amor prendieron la fantasía, y la piel.

Abelardo nació en 1079 en Bretaña. Orador que dominaba el latín, el griego y el hebreo, músico, filósofo, teólogo y jurisconsulto. Viajó a París para enseñar las sagradas escrituras y recibió órdenes menores. Fulberto, un canónigo, tenía bajo su tutoría una sobrina, Eloísa, poseedora de talentos únicos; a los 17 años ya era virtuosa y sensible, entendía el latín y las lenguas orientales.

La primera vez que se vieron los consumió el amor y tuvieron la fortuna de hallar correspondencia. Abelardo portaba la investidura de la Iglesia, pero ningún ropaje ha sido armadura contra el amor, tampoco la edad —le llevaba 22 años a Eloísa— ni la condición social, sobre todo cuando intervienen corazones delicados y la mar de sensibles. Para pasar más tiempo juntos, Abelardo pidió permiso al tío para ser el instructor de Eloísa y le pidió una habitación en su propia casa —para que la enseñanza fuese intensa y sin interrupciones. Fulberto accedió —dada la fama de sabio de Abelardo— y le concedió confianza y autoridad sobre la pupila. Los amantes se entregaron desenfrenadamente a su amor hasta que fue imposible ocultarlo; los discípulos de Abelardo se sintieron abandonados y escribieron coplas sobre los amantes. Cuando el tío se enteró del romance expulsó al maestro de la casa. Al poco tiempo, Eloísa se supo encinta y se lo escribió a Abelardo, él la mandó a vestir de religiosa y la raptó llevándosela a Bretaña a casa de su hermana. Fulberto montó en cólera y juró vengarse del raptor. Abelardo, compungido, le prometió desposarse en secreto con Eloísa —cosa que causó la paz y el contento del tío. Cuando el amante corrió a contárselo a Eloísa, ella rechazó la propuesta y le dijo tajantemente que un filósofo no podría estar en un ambiente doméstico y que el amor debería ser libre y que prefería ser su amiga a su esposa. A la postre, ella cedió a los ruegos de Abelardo y se casaron bajo secrecía. Para restituir la dignidad de Eloísa, su tío hizo público el matrimonio y envió a sus criados a contar del casamiento por todos los rincones de París. Eloísa, salvaguardando el honor de su amante, lo negó. Fulberto montó en cólera y mandó a unos hombres a que —mientras Abelardo dormía— le cortaran los testículos. Ante tal situación —y debido a los celos de que apareciera alguien a robarle a Eloísa—, ambos tomaron los hábitos y se retiraron, ella a un convento y él a un monasterio. Las vicisitudes los persiguieron, pero ellos jamás dejaron de profesarse amor por medio de cartas incendiarias anegadas de pasión.

“No perdamos por descuido nuestro el solo consuelo que nos queda: leeré en tus cartas que eres mi esposo; en las mías te hablaré como esposa; y, a pesar de la suerte, serás para mí lo que quieras”.

Seamos.