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Durante los últimos casi seis años, hemos visto cómo han brotado, disminuido y resurgido con mayor fuerza los temores por el estado de las finanzas públicas de varios países de la eurozona.

Esta situación ha hecho evidentes los defectos fundamentales en el diseño original de la unión monetaria europea que estableció al euro como moneda única. Hasta ahora, los líderes de la política y la economía europea han ido respondiendo con medidas ad hoc de financiamiento a los países más vulnerables, que han servido para comprar tiempo, pero que no han atacado el problema de origen.

Con excepción de la acción histórica del Banco Central Europeo para actuar como proveedor de liquidez de última instancia para el sistema bancario de los miembros de la eurozona y la ampliación de facto de su mandato para implementar un programa de estímulos cuantitativos, las medidas tomadas hasta ahora solamente han pateado el problema hacia delante en lugar de buscar resolverlo.

Los acuerdos alcanzados recientemente para rescatar a Grecia son un ejemplo más de este accionar. Aunque el acuerdo de rescate se firmó con las condiciones establecidas principalmente por Alemania e incluye reformas estructurales cruciales para que Grecia pueda modernizar su economía en el futuro —dentro o fuera de la zona euro— el Fondo Monetario Internacional ha concluido que el paquete de rescate es insuficiente y que Grecia necesita una quita por parte de sus acreedores.

La falta de una solución de fondo ha llevado a algunos líderes, como FranÇois Hollande de Francia, a hablar de una mayor integración europea como solución inevitable. Esta mayor integración tendría que ser un proceso gradual a través del cual se transformaría a la zona euro, desde el punto de vista económico, en Estados Unidos de Europa, estableciendo una tesorería única y un régimen de transferencias fiscales donde los países miembros fungirían como estados y la política monetaria y fiscal se dictarían centralmente.

En este régimen, como en cualquier régimen federal, los estados más ricos necesariamente tendrían que subsidiar, en cierta medida, a los más pobres. Sin embargo, Hollande ha ido más allá y ha hablado del elefante en el cuarto pidiendo que los 19 países que utilizan al euro como moneda conformen un gobierno y un Parlamento a nivel europeo con más facultades que las que actualmente residen en Bruselas, capital de la Unión Europea.

Este plan es sin duda el que sería más contundente, pero también el que más resistencia ha encontrado por parte de Alemania. El establecimiento de una unificación fiscal necesariamente significa que Alemania estaría subsidiando a los países más vulnerables de la zona euro con un costo significativo para los contribuyentes alemanes.

Aunque estos subsidios podrían ser menos costosos para Alemania que una nueva crisis de confianza europea, Alemania no apoyará una mayor integración si ésta no se da con una gran dosis de transferencia de poder hacia ella. En pocas palabras, Alemania tendría que encabezar el nuevo gobierno “europeo”, así manteniendo el control económico y reafirmando su hegemonía política sobre el resto de Europa.

El camino hacia una mayor integración europea es sin duda por razones principalmente económicas, pero la decisión será dictada por la dinámica política en los principales países de Europa. Aunque Hollande parece dispuesto a que Francia se vuelva más “europea”, las elecciones del 2017 en ese país podrían poner en el poder a un gobierno con una opinión totalmente opuesta y podríamos, en un par de años, estar reviviendo la pesadilla del riesgo de salida griega en un caldo de cultivo mucho más grande llamado Francia.