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La historia patria mexicana ha consagrado como clave de su Independencia la epopeya de sus curas insurgentes, Hidalgo y Morelos, ambos personajes apasionantes, trágicos, en cierto modo irresistibles, rodeados como están de épicas guerreras que estremecen.

La fascinación por los héroes guerreros es universal. En cuanto alguien pregunta por los grandes hombres de la historia, aparecen en primera fila nombres de grandes guerreros. En realidad, grandes asesinos, acota Freud, cuyas grandes hazañas, normalmente grandes matanzas, debieran avergonzarnos antes que otra cosa. Pero no: nos fascinan.

Los mexicanos tenemos también una gesta de Independencia no guerrera, no destructiva, no violenta, sino pactada, convenida, con garantías escritas para todos en un papelito, el Plan de Iguala, que obtuvo el acuerdo de todos —españoles, criollos, militares, insurgentes, corporaciones, indios y castas, ciudades y pueblos —, conforme el ejército trigarante independentista recorría la República celebrando comidas y bailes en vez de entablando batallas.

Esta segunda Independencia es en realidad la única, la que efectivamente separó a Nueva España del Imperio español, la Independencia mexicana que registra la historia y cuya fecha de cumplimiento es el 27 de septiembre de 1821. La imaginación colectiva mexicana y los calendarios patrios han elegido quedarse con la primera Independencia, la violenta, la de los curas derrotados, y han puesto en segundo plano la segunda Independencia, la pacífica.

La Independencia, hija de la negociación y del acuerdo, se presenta en nuestros libros escolares como una especie de sucedáneo descafeinado de la primera. Se le llama por ello “Consumación de la Independencia”.

Así se han cuadrado las mitologías de la historia patria a lo largo de los siglos y parece imposible moverlas.

Pero uno no puede dejar de pensar que la pedagogía histórica del pacto civilizado que dio paso a nuestra Independencia le habría hecho más bien a nuestra historia, a nuestros valores y a nuestras pasiones públicas, que la consagración heroica de la primera Independencia, que celebra nuestra violencia en vez de nuestro talento e imaginación para ponernos de acuerdo.

Hoy mismo, nos vendría mejor tener en el aire algo más del espíritu conciliador del Plan de Iguala y algo menos de la intransigencia heroica de los próceres violentos de la patria.