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Soy un trazo delgado en medio de la selva
Foto de Archivo / Claudia Gómez.

Ni náca’ ne ni reedasilú naa                                                        Lo que soy, lo que recuerdo

Ti mani’ nasisi napa xhiaa ne riguite.                                              Una libertad que retoza y no se ha hecho fea.

Ti ngueengue rui’ diidxa’ ne riabirí guidiladi,                                      La sensibilidad de un loro que habla,

naca’ ti badudxaapa’ huiini’ biruche dxiña cana gutoo ne qui nindisa ni.    soy la niña que se le caen las cocadas y no las levanta,

ti dxita bere yaase’ riza guidilade’ ne rucuaani naa.                          un huevo de gallina negra me recorre y despierta.

Rucaa xiee ti yoo beñe zuba cue’ lidxe’,                                     Soy una nariz que huele el adobe de la casa de enfrente

naca’ layú ne guirá lidxi.                                                                        un patio y todas sus casas.

Ti bandá’ gudindenecabe,                                                                          Una fotografía regañada,

ti miati’ nalase’ zuguaa chaahui’galaa gui’xhi’ ró.                                     un trazo delgado en medio de la  selva.

Ti bacuxu’ sti nisa, sti yaga guie’, cadi sti binni.                      Una flor para el agua, para otras flores y no de las personas.

Naca’ tini bi’na’ Xabizende.                                                             Soy una resina que lloró San Vicente.

Naca’ ti bereleele bitixhie’cabe diidxa’ gulené.                           Soy un alcaraván que ahogó su canto en otro idioma.

Poema Zapoteco

Don Florencio debe andar arriba de los noventa, no porque me lo haya dicho si no que hice las cuentas cuando se sentó junto a mi a descansar y vi sus manos ajadas, que hablan de arar la tierra. Endurecida la piel por el paso de los años, se respiran pobladas de sudores cotidianos, herramientas del alma amada. Será que están llenas de mensajes, de secretos y historias olvidadas, entonces es cuando pienso que el cuerpo tiene en ellas la fuente del trabajo, las suaves caricias que el corazón procura y las veo como esa inagotable generosa fuente de vida.

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Foto de Archivo / Claudia Gómez.

Y de pronto así, sin preámbulo alguno me contó como había nacido en la época de los cristeros y es por eso que me salieron las cuentas. Tiene los ojos negros llenos de sabiduría, de esa que no se aprende en los libros, pero se queda tatuada en los pliegues de la piel. La mirada serena y una sonrisa amorosa revelando sin pena los pocos dientes que le quedan.

Se ha sentado a descansar en la banca donde el camión recoge al pasaje cada ocho horas, pues no aquí no hay transporte de esos que pasan a cada rato. Yo he salido temprano, he venido a ver el amanecer, caminando monte arriba ahí donde las águilas tienen su nido. Me siento en la banca mojada donde Don Florencio me encontró.

Estoy a unos dos mil cien metros sobre el nivel del mar, el pueblo de apenas unas calles serpenteadas encaramadas en el cerro, fueron empedradas en la colonia y se han encargado de mantenerlas así, limpias, impecables, porque los pobladores que apenas suman unos mil cien, se sienten orgullosos de su pueblo, cobijados por los usos y costumbres de su gente.

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Foto de Archivo / Claudia Gómez.

Apenas unas cuantas casas de muros de adobe y teja roja mantienen los rasgos de la arquitectura tradicional de la zona. La neblina cubre el pueblo enseñando el campanario de la parroquia de cantera verde, construida a finales del siglo XVII.  Ha llovido toda la noche el suelo mojado escurre hilachos de agua que se deslizan hacia el rio y por detrás mío hay todavía nubes negras que barruntan un buen aguacero, antes de medio día.

“¿Qué la trae por Santa Catarina Lachatao?” gurdo silencio y me pregunto como le digo que he venido a Oaxaca a sorprenderme, a ir tejiéndome poco a poco de nuevo, después de una época de grandes cambios. Inhalo profundo y antes de contestar el me dice “Ya se, Ud. viene a enjuagarse el alma.”

El sol se manifiesta tras la montaña un rayo me ilumina la cara y percibo la tibieza de su calor tenue. “¿Sabe? allá arriba vive el jaguar en el corazón de la montaña. En eso me sorprende un relámpago y Don Florencio sonrie y me dice “es Gosiu Dios del trueno.”

Esta zona donde se mezclan los mixtecas y zapotecos ha ido engendrando una cosmogonía extraordinaria, una mezcla entre los dioses de antes, los de ahora y el Dios de los españoles. Ha dejado un sincretismo de riqueza invaluable, donde el cielo habla el lenguaje de sus ancestros, mientras los hombres se vuelven personas de esas que hablan en son de reverencia, de esas que se sienten agradecidas solo por el hecho de existir.

“No deje de subir al centro ceremonial, ahí donde el viento habla, verá que la saluda dándole la bienvenida, hay un árbol en el camino, es el viejo guardián, no olvide pedirle permiso pues no le gustan los que pasan sin honrar el lugar sagrado.”

De una bolsa que trae colgada trae un pan de agua, todavía esta calientito y me ofrece la mitad, su generalidad me conmueve y le agradezco con el corazón. Me fue narrando la historia de este pueblo que tiene a una mujer por sacerdote y quien lleva el alma de los niños a buen resguardo. A nadie le falta techo, ni agua, ni un bocado para llevarse la panza al final de la jornada.

Un pueblo que ha expulsado a las instituciones del país educando a sus hijos en el atrio,ahí donde hay un patio porticado situado a sus pies.

Con suavidad el hombre que ahora no me parece anciano se levanta, me ofrece su mano y toma la mía entre las suyas, “seño bienvenida este santuario de paz, aquí donde yacen los guerreros mas avezados, donde el corazón de la tierra late en las entrañas de sus montañas y donde yo le digo que será siempre bienvenida.”

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Foto de Archivo / Claudia Gómez.

Así fui recibida en este espacio de reconciliación, donde quede tentada a quedarme, porque no hace falta tener dinero, todo se paga con enseñanza. Así hay los que se quedan dando clases de ingles, matemáticas o de música y el pueblo los arropa el tiempo que deciden quedarse.

Nuestra conversación se ha terminado, me salta el corazón, como si reconociera a un gran maestro y yo le pido si me deja abrazarlo y el me dice “¡como no!” así que me fundo entre sus brazos y me lleno de eso que ahora extraño tanto.

Se hecha al lomo unos treinta kilos de leña de esa que recoge en el cerro para que su mujer pueda cocinar. Entonces es cuando encarno la palabra “presente” y la veo como el regalo de abrazar el momento de sentir el encuentro con un corazón honesto.

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Foto de Archivo / Claudia Gómez.

Don Florencio se pierde de vista camino abajo, solo escucho a su perro ladrarle alguna gallina. Y yo me quedo plena sin necesidad de nada y quizá como el poema, me vuelvo apenas un trazo en medio de la selva.

DZ