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Todos conocemos aquella idea o análisis breve de Blas Pascal sobre lo incomprensible divergencia de algunos  sentimientos humanos con el razonamiento lógico:

–“El corazón tiene razones desconocidas para la razón”.

Pero no sólo el corazón dicta de manera a veces incomprensible sus motivos y convierte en albedrío sus palpitaciones. También el poder comete  actos políticos ajenos a cualquier entendimiento fuera del hilado de ideas cuya trama forma el tejido del mando.

La principal característica del poder es su auto calificación: soy infalible. “El que manda, manda bien, y si se equivoca, vuelve a mandar”, se decía en el castro.

Il Duce ha sempre ragione”;proclamaban a los cuatro vientos los seguidores de Mussolini. En la cátedra el Papa, todos son  perfectos. Nunca se equivoca el Espíritu Santo cuando alienta la decisión cardenalicia para ocupar  el trono de Pedro. Tampoco yerra el vicario de Cristo.

Nixon estaba seguro de sus instrucciones y la solución favorable en el caso Watergate, dice Haldeman en sus memorias. Maximiliano creía en la viabilidad del Imperio. Juárez creía en la República.

“…Dios y la razón están contra todos por España…”, decía el Caudillo.

“…una revolución es una insurrección, es un acto de violencia por el cual una clase social derrota a otra…”, enseñaba Mao en su breve Libro Rojo, cuya lectura fanática llevó a millones a la muerte.

Pero todos tenían razón. O creían tenerla.

Millán  Astray tenía la suya cuando maldijo a la inteligencia y le dio la bienvenida a la muerte. Unamuno también acertaba en cuanto a distinguir entre vencer y convencer.

–¿Hay alguna razón para hundir a la industria farmacéutica mexicana, por ejemplo, en el pantano de la ruina económica al abrir abusivamente los mercados al exterior, dizque para acabar con la corrupción? No a simple vista.

Pero quien lo ha decidido cree tener la razón. Toda.

El poder conoce sus motivos, asienta sus decisiones en un marco más amplio y hondo, alejado de la vista de los ciudadanos quienes viven democráticamente ignorados. Son masa, son rebaño.

¿Bajo cual razonamiento se explican nombramientos consulares en lugar de páginas publicitarias en la pululante prensa digital, como ha ocurrido con  Ankara? Desde fuera del poder, ninguno valdría un centavo. ¿Cuál es el beneficio para una causa política la contratación del desprestigio? Sólo quien lo decidió lo sabe o cree saberlo.

Nunca el poder reconoce sus errores. Interrogado por sí mismo, se reconoce inequívoco. Cualquier decisión se justifica no por su contenido sino por su origen.

Y cuando el horizonte es limitado, el poder invoca la eternidad y como Fidel Castro sustituye al tiempo mismo y se convierte en su propio redentor: “La historia me absolverá”.

–¿Por qué Calígula nombró senador a “Incitatus”? ¿Por qué tocaba Nerón  la lira?

Por las mismas razones nuestro gobierno para designar a quienes se designa sin mérito, conocimiento o trayectoria en los servicios interno o exterior.

El poder se justifica solo y se rinde cuentas a sí mismo, se cuestiona se explica y se disculpa; se justifica y se alaba.

El poder no informa ni solicita parecer. Aturde en interminables peroratas sobre la eterna validez de sus acciones, la primera de las cuales es condenar el pasado y alejarlo más;  perder toda similitud con el pútrido pretérito; el infame tiempo cuyo abono corrupto pudrió tantas cosas ahora en camino de restauración.

Todo se purifica, todo se limpia con el ensalmo de la divina propaganda.

Finalmente si algo saliera mal –cosa improbable en el registro de lo siempre acertado, del manejo de  la pandemia a la quiebra de Pemex–, será culpa de los adversarios, los conservadores. Los díscolos enemigos de siempre.

Evita les ordenaba  a los descamisados gritar desde el coro: “Perón, qué grande sos”, Y los idiotas aullaban.

Si la epidemia derriba mexicanos como el “flit” mataba moscas, no es asunto de importancia mayor frente a las subastas de tangas y calzones; joyas y aviones.

Ya el doctor López -“Gatinflas” nos ha dicho cómo el cubrebocas ni es necesario ni tampoco inútil sino todo contrario, según frase inmortal de Bernardo Aguirre, gran filósofo de antaño.

Todo tiene un motivo aunque nadie lo sepa excepto su dueño.

¿En qué estaba pensando?, preguntan algunos ante lo incomprensible de las decisiones. De Dos Bocas al Tapabocas. No estaba pensando, estaba actuando por el impulso emocional de sus motivos y por esa última implacable y exclusiva razón del poder.

–¿Por qué, señor presidente?

–“Porque se puede…” Pura “hybris”.