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Fue publicada, el pasado viernes, en el periódico La Jornada, me impactó. Me llevó cinco segundos leerla. Un minuto verla. Todo el día, recurrentemente, pensar en su significado. La comenté con los amigos; consideré su trascendencia. Se trata de una caricatura de Antonio Helguera. En ella se ve el planeta Tierra, flotando en el espacio, con sus mares y sus tierras pero sin ninguna región expuesta en específico. Del centro hacia la periferia surge una especie de remolino, ojo de huracán, espiral de grises, que simboliza, así lo percibí, la enfermedad. El planeta no está callado, el orbe habla, yo diría que grita. El mundo –planeta depredado– nos dice a sus arrogantes habitantes: “Ustedes buscan una vacuna contra el coronavirus, pero él es mi vacuna contra ustedes”.

Según las últimas investigaciones de geólogos y geofísicos de la Universidad de Cambridge en Inglaterra, la edad del planeta que poblamos casi 8 mil millones de seres humanos, es, hasta el domingo pasado, de 4,467 millones de años. En comparación, estudios evolucionistas de ADN han demostrado que el Homo Sapiens, originario del África, se calcula que surgió hace entre 140,000 y 290,000 años; sin que se pueda precisar si fue en la mañana o en la tarde. Del África, nuestra especie, el homo sapiens moderno, migró al resto del mundo sustituyendo a los humanos arcaicos como el Hombre de Neanderthal que existió hace unos 200,000 años en lo que hoy es Europa. En la actualidad sólo quedan unos cuantos ejemplares de Neanderthales, instalados en algunas empresas como jefes de personal.

Lo que el redactor, entre broma y veras, quiere enfatizar es que el ser humano fue el último mamífero en aparecer en el planeta del cual se apoderó. Dotados de inteligencia pudimos controlar el medio ambiente, construir herramientas, armas, viviendas, evolucionar tecnológicamente hasta lograr lo que hoy somos: El depredador más grande y peligroso del mundo.

La ambición desmedida, el afán de riqueza y el deseo de confort, han hecho actuar al llamado homo sapiens de manera absurda en contraposición a la sabiduría y a la inteligencia, atentando contra su propio bienestar. Con nuestra sofisticada tecnología hemos sobreexplotado el planeta del cual se han extraído todos los materiales que la técnica moderna ha convertido en bienes utilitarios.

Consumimos animales, destruimos sistemas ecológicos, talamos bosques, extraemos minerales, contaminamos el ambiente, producimos basura en cantidades industriales. Así tenemos las inmensas islas de desechos tóxicos de difícil y tardada degradación en nuestros mares y la amenaza del cambio climático.

Si bien es cierto que la ciencia ha logrado niveles milagrosos en cuestiones de medicina y salud, éstos están diseñados para lucrar y, por lo tanto, sólo están al alcance de unos cuantos. Lo mismo sucede con la tecnología en comunicación y en transporte. La ganancia económica está por encima de todo.

El homo sapiens pretende conquistar el cosmos cuando en su planeta de origen tiene problemas irresolutos que se acrecientan día con día. El egoísmo propio de la especie humana ha generado una falta de solidaridad elemental. Según datos de Unicef y de la Organización Mundial de la Salud (OMS) 8,500 niños mueren diariamente por desnutrición. Según la BBC, el 1% de los habitantes del mundo atesoran el equivalente a lo que tenemos el 99% restante. Las sesenta y dos personas más acaudaladas del mundo detentan tanta riqueza como la que posee el 50% de la humanidad. ¿No es demencial que las diferencias entre la mayoría, que apenas y se alimenta, y unos cuantos, que lo tienen todo, lo desperdician y lo derrochan frívolamente, sean abismales?

Quiero pensar que el coronavirus es, en la inmensidad del tiempo, un momento de atención de Dios en el planeta tierra para desinflar la soberbia humana y hacernos ver que tenemos que vivir en un mundo justo, limpio, racional y colmado de esperanza.

¿Quién pondrá la primera piedra de la buena voluntad?