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Escribo lo que usted lee el día en el que celebramos el centésimo noveno aniversario del inicio de la Revolución Mexicana, insurrección a la que convocó Francisco I. Madero para iniciarse un día como hoy de las seis de la tarde en adelante, como quien invita a una fiesta. Sólo le faltó notificar el código de vestimenta: traje de faena campirana con sombrero ancho o de cuatro pedradas y cananas cruzadas al pecho. Favor de llevar su propio caballo.

Aunque para algunos la revolución sí fue una divertida fiesta, como para el coronel José Rubén Zataray que cuando el país se pacificó dijo: “la revolución degeneró en gobierno”.

Digamos, metafóricamente, que fue una fiesta de balas, sangre, saqueo y traiciones, cuya primera víctima notable fue el propio Madero quien por órdenes del traidor Victoriano Huerta en contubernio con los generales Mondragón y Blanquet, fue asesinado junto al que fuera su vicepresidente, José María Pino Suárez, el 22 de febrero de 1913, por el mayor de rurales Francisco Cárdenas, detrás de la penitenciaria de Lecumberri. Todo esto, incluida la muerte de Gustavo A. Madero días antes, fue realizado con el beneplácito —por no decir bajo el mando— del embajador de Estados Unidos en México, Henry Lane Wilson.

Don Francisco era un firme creyente de la vida después de la muerte. Pensaba que la muerte era la manera de desencarnar al espíritu que permanecía vivo eternamente. Se puede decir que dos causas lo apasionaban por igual: la vida de los espíritus y la necesidad de democracia en el país. A estas dos actividades dedicó su ímpetu y su tiempo.

Así como fundó clubes antirreeleccionistas por casi todo el país, con el mismo entusiasmo erigió en San Pedro de las Colonias, Coahuila, el Centro de Estudios Psicológicos, para difundir la doctrina espírita. En ese lugar una noche de noviembre de 1908, recibió, de parte de un espíritu, una comunicación premonitoria que el historiador Alejandro Rosas consigna en su libro La revolución de los espíritus: “Querido hermano: te diré que nuestros esfuerzos están dando resultados admirables en toda la República. Defiende en tu libro (La sucesión presidencial que por esos días Madero escribía) los intereses de este pueblo desventurado. Todo esto, aunque doloroso contribuye para preparar el desenlace del gran drama que se dará en el territorio el año de 1910”.

Esta comunicación espiritual y el éxito del mencionado libro que publicó en enero de 1909 hizo que don Panchito se sintiera el salvador designado de la patria. Quién sabe qué pasaría en el mundo de los espíritus que nadie le avisó al Apóstol de la Democracia que sería traicionado vilmente y asesinado de manera cobarde.

El periódico capitalino El Diario, en su edición del 24 de febrero de 1913, publicó una nota en la que daba cuenta de la opinión de un empleado de la penitenciaría de Lecumberri que vio el cadáver: “en el rostro de don Francisco había quedado un gesto de suprema energía”. El redactor de esta columna reflexiona y deduce que en el semblante del egregio interfecto se percibe el buen ánimo de pasar al mundo de los espíritus donde tenía más amigos sinceros que en el terrenal y engañoso mundo de la política.

Amortajado con harapos como se acostumbraba hacer con los presos comunes, fue depositado en un ataúd forrado de seda con agarraderas de plata. Como la agencia Gayosso no permitía que se moviera al celebérrimo difunto sin antes pagar los gastos funerarios, la viuda del ilustre finado para liquidar la cuenta vendió el caballo de su insigne marido; el mismo que don Francisco había montado el 9 de febrero del mismo año, cuando escoltado por los cadetes del H. Colegio Militar se trasladó de Chapultepec a Palacio Nacional en la Marcha de la Lealtad.

El caballo se llamaba Destino.