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El emplazamiento que el Presidente hizo a los partidos para que devuelvan cuando menos la mitad de los más de 5 mil millones de pesos asignados por el INE resuena bien en la opinión pública. Fuera de los liderazgos partidistas, no imagino a muchos mexicanos aprobando la entrega de esas cantidades de dinero.

El planteamiento tiene sentido desde una perspectiva de finanzas públicas y de impacto social del gasto. Son pocos países donde los partidos reciben tantos recursos. Y, sin embargo, hay algo aún más escandaloso: las enormes cantidades de dinero ilícito con que los partidos han pervertido la competencia electoral.

A pesar de los innegables avances de la reforma de 1996, la apuesta por un esquema generoso de financiamiento público no ha funcionado en lo fundamental.

Es debatible si la alternancia fue en parte posible por el acceso de las oposiciones al financiamiento público, pero de lo que no hay duda es de que esa inyección de dinero no sirvió —como fue planteado en aquella reforma constitucional— para “disminuir el riesgo de que intereses ilegítimos puedan comprometer los verdaderos fines de los partidos, enturbiar el origen de sus recursos y hacer menos equitativa la contienda”.

Todos los partidos podrían renunciar al 75 por ciento de lo que el INE les ha asignado, tal como lo anunció Morena, e incluso podría reformarse la Constitución para hacerlo obligatorio. Sin embargo, de poco o nada servirá a nuestra democracia si siguen fluyendo recursos ilegales desde los gobiernos, el sector privado e incluso el crimen organizado.

El beneficio de los ahorros en la hacienda pública palidece frente al que se lograría no solo en el ámbito de la competencia electoral sino en el combate a la corrupción con un control mucho más efectivo de los ingresos y gastos de los partidos. Y eso exigiría saber de dónde proviene y a dónde va a parar cada peso que entra a sus arcas.

Este es el objetivo último que tendría que guiar cualquier cambio en el esquema de financiamiento a partidos. Transitar de la ingenuidad a una verdadera democracia requiere, como lo dijo hace años Jesús Silva-Herzog Márquez, que la competencia partidista esté cimentada en el derecho. Es justo aquí donde el esfuerzo mayor ha de concentrarse.