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Un verano al oeste del país

Despierto porque nos levantan a todos, quizá son las cinco de la mañana. Apenas si pude dormir, nunca lo he hecho en hamaca; me cuesta el trabajo de un contorsionista poder bajarme.

Coloco las botas de hule y un jersey sobre la pijama arrugada. Abrocho la gabardina negra, pongo mi bufanda y un gorro que tapa mis orejas. Es hora de salir a llenar de alimento los recipientes para las vacas y los puercos.

En la cocina una sonrisa; doña Rosa se ha levantado al menos una hora antes para poner a calentar el agua en la estufa de leña y moler el nixtamal.

Un bostezo se me escapa en forma de queja, pongo la mano sobre mi boca, me avergüenza que los demás vean mi reclamo; me faltaron unas dos horas de sueño al menos. En esta familia se duerme poco, son cientos las horas robadas de sueños que les a hurtado la vida. En el campo no hay forma de reponerlas, cuando son las manos las que se usan para subsistir.

En silencio tomamos una taza de café. No puedo rechazarla porque es lo único que hay, sabe a ceniza y lo es, no alcanza para café, así que usan un poco de garbanzo y lo queman para engañar al estómago.

El reloj marca apenas doce años en mi cuerpo. Un calendario sobre una pared verde despostillada, dibuja en números, el año de 1977, mientras la luz tenue de un foco de poco voltaje, alumbra nuestros pies sobre el piso de tierra de la casa, mientras vamos saliendo uno a uno.

Todo es silencio y titileo del rocío, respiro y un vaho me ratifica que al menos estamos a tres grados.  Encima, hay un cielo que va adquiriendo un color zafiro, cada vez más claro, y va despojándose de su negro azul. La bóveda celeste es recamo de millones de estrellas, que durante toda la noche velaron al mundo.

Algunas se resisten todavía a morir, y parpadean, cada vez más débilmente, el cielo va perdiendo sus rebaños de estrellas, bajo la fuerza de la luz verdosa del alba. A brochazos se va imponiendo con un hilo de morado y de él van naciendo un sin fin de tonalidades que comienzan a abrirse paso en rojos y rosas cenizos.

Me quedo contemplando ese prodigio cotidiano que es el surgimiento de la aurora.

Un suspiro de viento acaricia las pocos árboles y las palmeras, las hierbas altaneras se yerguen en los pocos kilómetros cuadrados de este ejido llamado La Culebra en el estado de Nayarit.

Los pájaros que todavía no se despiertan, respiran y se amodorran entre las ramas.

En la enredada maraña de un seto que protege el corral, se abre la puerta y los animales salen a buscar el alimento puesto en charolas enormes de peltre. Saben que si están a las vivas, comerán un poco mas. Un puerco grande llamado Pis me centra, se arranca con todo y entro en pánico, Rosendo me quita con reflejos de mago y me mira a los ojos “ no tenga miedo que para eso estoy yo, pa’ protegerla de estos puercos que no saben de modales.”

Mi mirada se pierde en su cuerpo flaquirucho tiene mi misma edad pero yo lo veo mucho más pequeñito. Güero de rancho, ojos azules, cursa segundo de primaria, no porque no sea inteligente, es que la escuela queda a tres horas de ida y otras tantas de vuelta. Le sonrío mandando un mensaje de agradecimiento, pero en verdad lo que me produce es una ternura inimaginable.

El vive aquí desde que miro al mundo y a mí me han traído de la ciudad a pasar una temporada, mientras mi madre hace sus prácticas de campo. Para mi todo es nuevo y el se desenvuelve como amo y señor de todo, con una confianza que yo nunca he tenido.

El día es largo, regreso corriendo a la casa el camión espera, soy la única que falta, no me quité la pijama y voy por un pantalón.

Me tienden la mano, Rosendo me empuja y subo a un camión destartalado. Voy detrás como el ganado cuando lo trasladan, apachurrados unos con otros parados rumbo al campo. Somos veinte, unos de la casa, otros de las de al lado. En esta zona apenas hay unos doscientos habitantes.

En el cielo, que ahora presenta un área profunda de naranjas que comienzan a encenderse, van extendiéndose en forma de mechones cada vez más grandes por el cielo sereno, donde todavía no hay un solo rayo de sol.

Aparece, procedente de profundidades desconocidas, una estrella fugaz, deja una estela rutilante, que quizás no es más que el recuerdo de su paso por la retina y se pierde en la bóveda celeste. “ Pida un deseo” dice Rosendo y yo no sé qué pedir. El pide ir a la escuela, quiere ser doctor de vacas y puercos.

A unos cinco kilómetros de un camino de tierra seca, las llantas levantan polvo. Unos nos tapamos la nariz con lo que podemos; se detiene el camión, brincamos todos y se escucha como un estampido potente, que llena con su sonido el espacio.

Bajo una lona azul hay dos familias de Huicholes, tres niños pequeñitos, cuatro más grandecitos y sus padres que han bajado de la sierra a trabajar la temporada de sega del tabaco. Trabajan lomo con lomo con los campesinos durante la temporada para ganarse 25 centavos de dólar, por cada cuatro metros tejidos de liana, amarrando las hojas de tabaco para ponerlas a secar. El kilo de tabaco Burley y Virginia se vende seco y “Curado al Aire”.

La paraestatal de nombre Tabamex apenas formada dos años antes, compra el tabaco a los ejidos para luego revenderlo a las grades consorcios americanos y en ello se llevaba la dignidad del pueblo que lo trabajaba. Recuerdo las pesas amañadas, donde los campesinos sabían que eran cinco kilos y en la báscula de la compañía pesaban cuatro. Cómo discutir, si en ello se va el alimento de toda la familia y cómo evitar el enojo y la rabia que esto produce, recibiendo de mala gana la paga.

A la familia Huichol, se le merma también, pues no libran los veinticinco centavos, quizás les dan veinte. Me parece tan doloroso saber que ellos son todavía más pobres que la familia Sánchez, que cobija mis vacaciones escolares.

Un almuerzo a medio día, tortillas salsa, una sola cucharada de frijol por persona. Quedo con hambre, todos lo hacen. Los pequeñitos se aferran al pecho de su madre, no se si es por sentirse cerca pues la veo tan huesuda que me pregunto si produce leche.

Las hojas tienen espinas y mi vergüenza es mucha, quizá una sola liana al día mientras los niños de la familia huichol tejen unas quince. Sus manitas aunque llenas de cayos se lastiman como las mías y un chorrito de sangre se escurre de vez en cuando ahogando mis quejas. Rosendo las limpia con una penca de sábila y al rato deja de arder.

El sol candente de medio día produce un letargo inevitable, la sed se mitiga con refresco, ¿agua? Intocable, el nivel de contaminación del Río Santiago enferma a quien se atreviera.

Catorce horas después, el sudor y el olor nauseabundo de falta de baño, se hace presente.

El sol se va consumiendo en su radiante lecho. Qué hermosa sensibilidad la suya, sonrojar el comienzo de la noche.

El crepúsculo estalla en tonos de luces naranjas y amarillas, el atardecer se va empujando en tonos violeta, colores que me hacen pensar que quizá el cielo estaba demasiado cansado para seguir sosteniendo su luz. El ocaso, esa alucinación que impone la naturaleza obligando al cuerpo a buscar reposo, va mezclando su sutil lenguaje en forma de colores.

Nuestros brazos agotados, urgen el regreso en busca de reposo. Beso a lo niños, abrazo sus cuerpos delgaditos,  “’Aix-i pereumieni “ que es buen camino en wixárrika, una lengua de la que aprendo algunos vocablos, mientras mis manos intentan aprender el oficio del cultivo del tabaco.

La familia duerme a la intemperie, ahí donde el piso cuajado de serpientes y alacranes les hacen compañía.

Se acerca de nuevo el camión, todos para arriba, no sabía que uno podía dormirse parado y yo sueño durante cuarenta minutos de pie.

Llegamos; a empujones me bajo, a lo lejos escucho el croar de las ranas que acompaña en acordes el canto de los grillos prietos, un suave susurrar de las cigarras me guían despacio hacia la casa, brindando a la noche un coro en estreno.

Pues no hay atardecer que se repita, cada día es una obra que se presenta en exclusiva.

Así, la obscuridad va callando el piar de los pájaros, los animales regresan a su corral.

Mientras el azul obscuro cae sobre el mundo, yo con la manguera lleno una cubeta y con ella a jicarazos me baño en el patio cuidando cada gota, tras una cortina de hule pintada de patos. La mugre se escurría entre mis piernas y olor al jabón me regresa a la vida.

Aprendo a bañarme con unos cuatro litros de agua. El pozo esta secándose y el agua comienza a escasear. Pero yo podía bañarme, mi mente viaja a mirar a los niños que quedaron en la negrura de la noche mientras el campo los cuida.

Limpia, con el pelo mojado, Doña rosa me recibe en su cocina, el fuego sigue emitiendo su humo gris dentro de la habitación, ahora se porque mueren de enfisema, sin tocar un cigarro en su vida…

Ella cuenta apenas con un par de dientes, y el pelo blanco sin brillo. Caderas anchas porque parió once hijos, de los cuales sólo le quedan cuatro. Una anciana de unos cuarenta y pico de años ajada por la vida, pero llena de sonrisas; como me cuesta entender de donde saca fuerza para hacerlo, yo no puedo ni hablar del agotamiento.

Otra vez frijoles y tortillas algún día nos tocarán huevos, uno para compartir entre dos, pues aquí todo escasea. Pero Rosendo se las ingenia para que a mi me toque un poco mas eso significa, que el comerá menos.

Idénticos surcan los días por el calendario, esto se repetía siete días a la semana, aquí el Señor olvido descansar en el séptimo día.

Me acostumbro a casi todo, menos al sapo blanco que con sus bubones me mira en la letrina, cuando tengo necesidad de vaciar el cuerpo. Lo miro de reojo esperando que no me salte encima, pues me han dicho que su veneno puede dejarme ciega, pero es o él o una culebra que seguramente buscará un lugar para enroscarse.

Un día antes de nuestro regreso dos meses después, matan a Pis el puerco, en agradecimiento por nuestra ayuda. Se vuelve un día de fiesta a costa del infeliz animal que chilla, mientras muere a manos de un cuchillo, tirando chorros de pipí por todos lados mientras lo clavan por debajo de una pata, cerca del corazón.

Entonces se vuelve guisado, chorizo y chicharrón. No se desperdicia ni los ojos, ni la trompa, todo se aprovecha. En la casa no hay quien no ayude. En ollas gigantes tarda todo el día en cocinarse. Quizá habrá otro puerco para hacer fiesta en un par de meses, si Dios lo quiere así.

Hace poco una noticia me robó el aliento, Rosendo aquel muchacho que me escribió por tanto tiempo, murió en una redada acribillado con tres de sus hijos. Mi mente es especialista en construir historias y me invento una de esas que pululan por todo el país. Cómo se sobrevive al campo cuando éste no deja casi para nada, cómo se logra salir de la miseria cuando no se ha podido estudiar.

En esa zona, es ahora el cártel de Jalisco de Nueva Generación, quien responde con fuerza a mis preguntas.

DZ

Gaby: Gracias, Gracias por tus correcciones, no hay como descansar en la capacidad de que alguien, que  sacó diez en ortografía toda su vida.

A mi grupo de Creación literaria; Daniel, Rose, y Silvia dirigido por Ernesto Murguía, gracias por ayudarme a darle forma y a creer que esto de escribir se lleva en el alma.