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“Pobrecito”

Hay palabras que me molestan, me generan un escozor en el cuerpo y me obliga a moverlo como si quisiera sacudírmelas.

“Pobrecito”, si pudiera imaginar un lugar donde habita semejante vocablo, sería en la espesura de un pantano, ahí donde el movimiento se dificulta, puedo ver un terreno hundido con fondo cenagoso y abundante vegetación, con aguas estancadas llenas de materia orgánica que se pudre y genera inevitables arcadas cuando se acerca uno a él. Para darle un toque mayor al dramatismo, me faltan los mosquitos y agregarle un calor y una humedad insoportable.

Desenhebrar su contenido me lleva al menos a dos vertientes, la primera que atañe a la supremacía que se ejerce hacia otro, así el apelativo designa un lugar por debajo de uno, porque no se le considera capaz. Se vuelve desde ahí una mirada condescendiente, que con mucha facilidad se transforma en desprecio. Para el que lleva el título en la frente, se abre la posibilidad de un pretexto para quedarse ahí, sin movimiento o capacidad de reacción, se le abre una posición cómoda donde el diagnóstico certifica que no puede, y paralizado se vuelve inútil. Desde esa posición se consiguen cosas, las personas pueden llegar a sentir empatía, pero cansa, agota, y poco a poco se van alejando, porque la queja genera demasiado peso.

Otro uso sería el utilitario, que excusa la conducta y desde ahí se evita la confrontación, porque “está enfermo” o “la ha pasado mal”. La postura puede ser conveniente para los dos. Sin duda a muchos les cuesta enfrentar y esta es una gran defensa, un escudo socialmente permitido .

Sea cualquiera que sea el uso que se le dé, este es un término peyorativo, que me parece ofensivo. Ya que el término implica un juicio, y estoy decidida a que si no se puede erradicar del diccionario, quizá darle la vuelta sería algo interesante.

No puedo dejar de lado el entender que la lástima que sentimos está inscrita en nuestro ADN, donde la preservación de la especie pulsa, y está principalmente relacionada a la empatía y la compasión que sentimos hacia los demás. Cuando vemos a alguien pasando por dificultades, dolor o sufrimiento, ya sea físico o emocional, tendemos a sentir lástima. Nuestra capacidad de ponernos en el lugar del otro y comprender su situación, despierta sentimientos y deseos de ayudar, porque los percibimos como indefensos y necesitados de protección o ayuda.

Pero esto si no se maneja bien, es una trampa mortal. Se puede salir al auxilio de alguien o incluso de una comunidad, pero hay que sentar bien las bases. Una cosa es darles un empujón para que puedan salir del estado en el que están, y otra cosa es cargar con el peso que infiere cuando la ayuda tiene que ser permanente, y pareciera que uno está obligado ahora a seguir ayudando.

Cuando era chica al hablar de prostitucion en mi familia, se usaba el “pobrecitas y pobrecitos” ya que esos seres habían caído en la desgracia de una profesión denigrante que estaba ligada a la industria de la carne. Yo crecí con esta sensación de que si alguien terminaba ahí, era porque había sido obligada de alguna manera, convirtiéndose en esclava de los instintos más bajos de un ser humano, siendo usado, desechado y el destino no era prometedor.

En un documento de historia de Roma  que estaba leyendo, me topé con el nombre de “Teodora del prostíbulo”, sin vacilar mi mente voló a imaginar la vida de esta mujer en el submundo de una institución que mantiene relaciones desiguales de poder y dominación, que atenta contra la dignidad humana, la integridad física, psicológica y sexual, siendo hasta el día de hoy una forma de esclavitudi. En mí aparecen sesgos de rabia, siguen palabras que abonan a mi postura como degradación, y mi corazón de inmediato se siente apesadumbrado. Tal es la fuerza de las palabras. Un juicio inmediato brota en el lóbulo frontal, generando sensaciones y emociones tan fuertes, que después es difícil sacudirse.

Como mi cabeza durante un par de días me traía loca con el nombre una y otra vez, como pasa con una canción contagiosa, decidí averiguar quién era la persona que había pasado a la historia con semejante apodo, y no puedo decir otra cosa que me sorprendió, y me dejó con la boca abierta.

Nacida por ahí del 495 d.C. en Constantinopla,  de estrato social bajo.  Su padre se dedicaba a cuidar osos en el hipódromo de Constantinopla y murió cuando ella tenía 5 años. Su madre, por otro lado, era artista de teatro, con un escaño un poco mayor, tanto, que al volverse casar, al nuevo marido le consiguió el mismo trabajo que tenía el anterior.

La vida del hipódromo dejó huellas en sus dos hijas, así no fue difícil que la hermana de Teodora se convirtiera en una cantante famosa y ella, en actriz, bailarina, mímica y comediante. Con 15 años, ya era la estrella del hipódromo y con la profesión, también el título prostituta, que era parte del trabajo.  El gobernador de Libia se volvió loco con ella, y se la llevó para convertirla en su amante cuando ella tenía 18 años.

Al separarse de él buscó regresar a Constantinopla, pero pasando por Alejandría se unió a una comunidad ascética en el desierto. Ahí se hizo devota del monofisismo, que  era una rama del cristianismo que sostenía la imagen de Jesús como completamente divino, no divino y humano, las tres cosas al mismo tiempo, tal cual  como lo mantiene la Iglesia ortodoxa y la Iglesia católica.

Esta experiencia la marcó y renunció oficialmente a su vida de actriz. Al llegar de vuelta a la capital del Imperio, se estableció cerca del palacio para ser hilandera de lana. Cuando la conoció Justiniano que era reservado, poco dado a sonreír y no tan agraciado, quedo embobado con ella. Según Robert Browning autor de “Justiniano y Teodora”, cuando se hicieron pareja se enfrentaron a un problema legal, pues estaba prohibido que un funcionario de gobierno se casara con una actriz, término que era sinónimo de prostituta, aunque ya no ejerciera la profesión.

Con un halo de un pasado vergonzoso, quizá hacía recordar a la emperatriz Eufemia algo del suyo, que quizá quería guardar en secreto. Por lo que esta se opuso terminantemente a la unión. Pero esta murió y Justino cambió las leyes, dos años después se casaron corriendo el año 525 d.C. Como dato extraordinario es que la boda y su coronación, se llevaron a cabo en el mismo hipódromo en el que Teodora había entretenido a la multitud.

Aquí es donde la “pobrecita” Teodora da un vuelco y se sacude del nombre, dándole a su envergadura una narrativa completamente nueva.

Ahora los dos eran conocidos por gobernar como iguales: ella era corregente de facto. Crearon un legado perdurable, dando forma a nuestro concepto de Estado occidental moderno, al poder de la Iglesia ortodoxa oriental y a la base del derecho europeo.

Justiniano modernizó el derecho romano, el estatus legal de las mujeres quedó fortalecido. Para ella, la prostitución era un asunto de justicia social en lugar de un problema moral personal, y abordó el papel que jugaba la desigualdad económica en la adopción de esa ocupación.

Cerró burdeles, creando casas de protección y aprobando leyes para prohibir la prostitución forzada. En casos de divorcio, se  les otorgó el derecho a poseer propiedades, e instituyó la pena capital en caso de violación, al tiempo que se abolió una ley que permitía que las mujeres fueran asesinadas por cometer adulterio. Las mujeres en el Imperio bizantino, estaban muy por encima de las mujeres en el Medio Oriente y Europa en materia de derechos.

Teodora murió en 548 A.C., a la edad de 48 años, se dice que lo vieron llorar desconsolado en su funeral, él  vivió hasta el año 565 a.C. ¿De dónde salió el apodo con el que muchos la conocieron? pues  fue Procopio en su “Historia Secreta”, quien fue secretario personal del gran general de Justiniano, Belisario. El autor no se atrevió a publicarlo cuando los protagonistas de sus páginas estaban vivos, pero fue un ataque violento contra Belisario, su esposa Antonina, su amiga Teodora y el propio Justiniano. ¿Celos? quizá, será difícil saberlo.

En una fotografía de un Mosaico del siglo VI,  de la Iglesia de San Vital de Rávena en Italia, la observo majestuosa ahora que sé quien es, además me regala la posibilidad de saber que por detrás de estas palabras que generan una mirada sesgada de alguien, hay una vida que quizá vale la pena conocer, quedarme con el apelativo molesto ya no será suficiente. Probablemente la pregunta que me venga ahora cada vez que aparezca un “pobrecito o pobrecita” será ¿Por qué?, y entonces la palabra la pueda transformar en algo más, generando ahí posibilidades para salir de ella, sacudirla y producir algo distinto.

DZ