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No te subas, no te embarques, no emprendas el viaje hacia América

Las calles de la ciudad que deberían estar desiertas por la emergencia del COVID-19, continúan con un tráfico moderado de seres que caminan aletargados, algunos llevando tapabocas sin guardar la sana distancia. Circulan para allá y para acá, por los andenes del centro hoy mojados por un gran aguacero.

Mientras tengo el cuerpo confinado, mi alma y me mente ejercen mi derecho a la fantasía, como decía Tolkien. Así que desde el escritorio donde escribo, me llevo vestida de gabardina y con paraguas poniéndome en la calle de Tacuba 65, entre Palma e Isabel la Católica en la Ciudad de México.

Frente a mí se yergue altanero un Palacio de Tezontle haciendo contra esquina, aparece como portento en esbozos de los bagajes de un siglo XVIII que dejó una estela de eventos masticados en palabras en los libros de historia.

Las piedras que fueron puestas para enaltecer algunos cuantos, han ido perdiendo lentamente durante siglos su majestuosidad asaltadas por zapaterías, tiendas de ropa y perfumerías en el primer piso, arruinado la fachada que da a la calle. Los comercios cerrados por la pandemia del COVID-19 desnudan la realidad en rótulos amorfos que se burlan de sus piedras añejas. Este caserón, lleva en sus muros la desdicha y la tragedia del último virrey de la nueva España y de su desventurada consorte.

Enfrente, hay sembrados en la banqueta unos incipientes arbolillos que reciben los desperdicios y orines, enterrando más profundo la belleza desnuda del edificio.

No te subas, no te embarques, no emprendas el viaje hacia América - a

Es asombroso ver que hoy la ciudad que alguna vez fue considerada de los palacios, no es más que una serie de calles abiertas al consumo, mezclando los olores a tacos, enchiladas y memelas con el de la inmundicia, además de los chorros de agua puerca que escurren por las adoquinadas calles llenas de chicles, cuando los torrenciales aguaceros aparecen en el mes de mayo.

En la esquina hay una mujer que vestida de harapos pide limosna, el pelo enmarañado y el olor a diantres la acompañan, ha perdido la razón pues va insultando a todos, mientras arrastra un morral lleno de latas. La observo y me voy desdibujando, emprendo de nuevo esta adicción que tengo a regresar al pasado con solo cerrar los ojos.

Me visto de época y cruzo el mar llegando a Sevilla. El puerto huele a pescado, a rancio y a eses fecales, el galeón que zarpa para la Nueva España en un par de horas esta listo. Están terminado de subir los vivieres en barriles y costales cargados por hombres mulatos que van descalzos.

El sol me abraza y en verdad recuerdo lo poco que me gusta el calor y más cuando se pega al cuerpo en forma de sudor. Entre el bullicio de la muchedumbre veo a Doña Josefa Sánchez Barriga, ataviada con espectaculares prendas, va displicente a cumplir el papel de virreina de la Nueva España.

No te subas, no te embarques, no emprendas el viaje hacia América - b

Sonríe de lado mirándose a sí misma como aquella que carga sobre los hombros la envidia de tantas mujeres de la época. Apenas puedo me acerco, le hablo, “Señora no se suba al barco, hay presagios que marcan que no le irá bien, que el infortunio la espera, la pobreza y el hambre la alcanzarán si zarpa”.

La gran señora de cabello obscuro, me mira con desprecio, le pide a uno de sus sirvientes me quite de en medio mientras se abanica las moscas con la elegancia que la embriaga. Este me empuja con violencia y caigo de lado raspándome la muñeca. “Gitana de mierda, aléjate de mi señora”.

Pero si seré idiota, con la distracción de la mujer indigente de la calle de Tacuba no puse atención en como me trasformaría para que me recibiera el siglo XIX y me he vestido de gitana. ¡qué pena! Tenía una sola oportunidad para intentar detenerla, que subiera al barco y la desperdicie en el descuido de un disfraz desafortunado. O será acaso que no hay forma de cambiar los eventos por más que crea que puedo, que me engaño pensando que puedo viajar en el tiempo.

De inmediato veo un soldado borracho en la esquina, me levanto adolorida y me dirijo hacia donde está. Lo arrastro al callejón y lo desvisto. Me pongo su oloroso uniforme y mientras me lo pongo no puedo evitar las arcadas que me producen las nauseas del olor a sudor y miados.

Le pongo mi falda de bolas blancas y mis collares de bisutería dorada, pobre hombre cuando despierte le va a doler mucho mas que la cabeza, cuando lo agarren a golpes por indecente.

Me pongo el pesado casco, adquiero una fisionomía masculina y subo al galeón justo antes de zarpar, las gaviotas van siguiendo la estela del barco en son de despedida. El sol candente augura un viaje tranquilo, el mar está en calma por ahora. A la gran señora no la vuelvo a ver durante la travesía. Paso malos ratos durante semanas mareada y vomitando tras la borda y pretendiendo ser muda para que no me pregunten nada. La comida asquerosa, poca agua dulce y un dolor en las encías que me hizo recordar el escorbuto, enfermedad de los marinos por falta de vitamina C.

El disfraz me ayudó a pasar desapercibida, pero el estomago me puso en aprietos más de una vez, pues sin mucho espacio donde vaciar los intestinos, seria fácil que me descubrieran.

No te subas, no te embarques, no emprendas el viaje hacia América - c

Un par de meses después, se vislumbra la costa, el grito desde el carajo de un mozalbete de “tierra a la vista” me llena de alegría. Desembarcó con el calor húmedo de Veracruz, el brillo de los colores me alegra el alma y el olfato ya no me molesta, creo que a todo se acostumbra uno, menos a no comer.

Veo a Doña Josefa del brazo de su esposo, don Juan de O’Donojú, erguidos bajan del barco y apenas ponen el primer pie en tierra se dan cuenta de que algo no esta bien. No hay comitiva de bienvenida, ni fanfarrias ni regalos. Han llegado en tiempos donde el país esta incendiado por la guerra y con la novedad de que las Cortes de Cádiz acababan de suprimir los virreinatos.

La sorpresa, la desorientación, la incomodidad de los aposentos en lo que se iba gestando la vorágine de la independencia, puso a Doña Josefa en un estado de nervios que necesito al doctor más de una vez. Me vuelvo su mucama para cuidarla porque sé lo que le espera. Me convierto en la única con la que habla.

Escucho su angustia y recibo su desesperación a gritos cuando no le llevo a tiempo el desayuno a la cama.

A solo un mes de que aceptara firmar el acta de Independencia y de que entrara marchando con el Ejército Trigarante a la Ciudad de México, murió repentinamente Don Juan de O´Donojú a los 59 años, las malas lenguas dicen que no fue consecuencia de una pleuresía, sino que fue envenenado por Agustín de Iturbide.

Tras su muerte su bella mujer, aquella que había llegado para ser virreina, de pronto se encontró completamente sola. No podía volver a España porque Fernando VII había declarado traidor a su marido. Y este escribió para la historia palabras duras que decían:

“Lo envié a que me conservase esos reinos, no a que los diese a los enemigos de la Corona” y en su cólera había proscrito, también, a su familia entera.

Aunque Iturbide le destinó una pensión de mil pesos mensuales, en pago por los servicios que su esposo había prestado a la independencia, la abdicación de este a la corona imperial hizo que aquel pago se suspendiera.

El país quedó en bancarrota. Se sucedieron las revoluciones, las asonadas, los pronunciamientos. En medio de la orgía de sangre, nadie volvió a pensar en ella. De apoco fue vendiendo los muebles, las joyas, los trapos. Despidió al servicio hasta quedarse sin nada.

Y yo que en esta historia no soy de carne y hueso, ya no puede acompañarla pues regresé a mi tiempo no por capricho sino por que no pude verla muriendo de hambre y pidiendo limosna en frente de su palacio, ahí de donde la habían expulsado cuando dejo de pagar la renta.

Un nudo en la garganta me acompaña mientras escribo, una lágrima se asoma cuando busco información sobre el ultimo virrey y me quedo dolorida al no encontrarla en casi ningún lado, de tal suerte es la vida de tantas mujeres que acompañaron a sus maridos.

Qué destino más doloroso, qué vuelta le dio la vida a esta mujer que subiéndose a un barco con una vida llena de proyectos, terminó en una fosa común sin nombre, sin ejercer su cargo de virreina y olvidada por la historia.

Yo me quedo con este sabor amargo en la boca solo de imaginarla, vagando por las calles recibiendo insultos, ultrajes y golpes. Por detrás de cada ser que deambula en las calles zarrapastrosos, comiendo de los basureros y amigos de las ratas, hay una historia que muere con ellos cuando nadie los reclama en las morgues de la ciudad.

DZ