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Molokai

Un viento fresco brota en la terraza, los tubos de metal del carrillón comienzan a sonar arpegios suaves. “Son los vientos de Santa Ana;” suspira Maria Teresa dueña de Quinta María, viendo al horizonte con sus ojos claros recargada en el barandal.

Molokai - molokai
Foto de Alami Stock.

Resuenan en su memoria en tono de alerta, recuerdos que la alteran y nos narra con la voz entrecortada cuando un incendio empujado por estos vientos extremadamente secos, que aparecen durante el otoño y a principios de invierno, terminaron con su casa y con la de los vecinos hace unos años.

“Casi todos los provocan por descuido, son muy frecuentes en esta zona y estos vientos los atizan, ardiendo y causando grandes destrozos.”

El valle levanta polvaredas de un polvo blanco, se ciñe una atmósfera caliente que me provoca un estornudo tras otro. Unas horas más tarde, como a eso de medio día, se ve un incendio en la sierra, que asoma su nube negra. Me da la impresión que la temperatura ha subido y yo solo traigo ropa de invierno. Las ramas secas de las montañas hacen contacto con la lumbre, de pronto se inflaman como si fuese pólvora.

Imagino el fuego crepitar a lo lejos, rugir y chisporrotear en llamas que aniquilan la superficie, dejando sólo cenizas como recuerdos. Al caer la noche se ve la superficie del cerro rojo candente, durante la noche me levanto varias veces para ver si se acerca.

Al día siguiente el humo a veces blanco, a veces gris, otras negro, oscurece el valle, dejándolo lleno de ceniza, hay un olor a quemado que estremece, es inevitable pensar en todo lo que se pierde bajo las llamas, duele pensar en los pocos encinos que quedan en la zona.

El fuego es el sustrato material del universo, decía Heraclito y desde ahí se tejió en la historia de la humanidad su veneración, un rasgo característico de casi todos los pueblos de la antigüedad junto con el culto al sol. La llama del fuego obligaría al hombre a imaginar y a soñar encontrando en ese estado de sueño originario, el símbolo del fuego encontrando su paso evolutivo en el pasado de los primeros fuegos del mundo. En él se teje y se destruye, se crea y se aniquila. A mi, que me ha tocado ver la erupción de un volcán y el incendio de un bosque en Michoacán, el fuego me genera respeto y de los elementos es sin duda el que más me hipnotiza y al que más le temo.

No conocía estas tierras calientes, poblado por un paisaje semiárido, compuesto por vides, matorrales y encinos, en el que abundan elevadas montañas con enormes rocas de granito blancas y algunos manantiales. En la tradición kumiai, sus antiguos pobladores, estos elementos de la naturaleza, junto con sus cementerios y sitios rituales, son algo más que simples componentes del paisaje; son formas territorializadas de la representación de su cosmovisión; qué gracias a su tradición oral y su vida ritual, han llegado a nuestros días. Hoy apenas quedan unos cuatrocientos indígenas de esta etnia diseminados por todo el territorio.

Para quienes vivimos en la ciudad el cambio de escenografía incluso aletarga el tiempo, el cuerpo resiente las horas de diferencia y a mi me gusta pensar que voy viviendo con dos horas menos, voy dos horas por detrás que los capitalinos.

Los viñedos tienen mucha magia y el museo del vino tiene pedazos de su historia tatuada en fotos y cronología de cómo llegaron las primeras vides hasta aquí. La historia la tenía más o menos repasada e incluso recordaba porque México no compite con los grandes productores de vino del mundo, dato que no aparece en la historia del museo y es que en la época colonial el rey de España se vio obligado a quemar todas las vides traídas por los misioneros, por presión de los viticultores aterrados con la competencia.

En una de las salas hay unas banderas de Georgia colgadas del techo, curiosa me acerco y por primera vez escucho el nombre de un grupo de Rusos que llevaron el nombre de Monakai “el pueblo de leche.” No hay cosa que más me apasione que conocer algo nuevo y ahora sé que sobre estas tierras hubo viviendas de adobe pintadas de blanco, construidas una tras otra a lo largo de un único camino recto con una hilera de árboles a los lados.

Mientras veo las fotografías, voy pensando como las casas se alzaban como muestra del sincretismo inevitable que se gesta cuando una cultura se abraza con otra y así el barro secado al sol y los ladrillos de adobe mexicanos, mezclados con paja al estilo de Baja California, se fundieron con techos cubiertos de teja inclinados a la manera rusa, usados para mantener fuera la nieve.
Los pórticos cubiertos de vigas de madera labrada, molinos de viento, corrales para patos y graneros se abrieron paso, una novedad para quienes habitaban el valle de Guadalupe en Ensenada Baja California.
Las casas contaban con el baño de vapor, estrechos pasillos con un cuarto a cada lado y al fondo la cocina. Sobre un mueble en el comedor reposaba el servicio de samovar o téruso, y una Biblia descansaba a su lado. Sobre las paredes fotos de bodas, quizá una estampa a colores de la última cena. Esta tierra árida los recibió a principios del siglo XX cuando huyendo de la persecución religiosa Rusia y la guerra con Japón, llegaron unas cien familias al Valle de Guadalupe.
Se distinguían a sí mismos con el nombre de Molokanes y hacían patente que ellos tomaban leche, como acto de rebeldía ya que era prohibida por cuestiones religiosas en Rusia durante algunas épocas del año. Buscando donde profesar sus creencias sin ser perseguidos, vendieron todo y se embarcaron a América en una aventura que no tenía regreso. Los que llegaron a baja California compraron tierras, crearon una cooperativa y las transformaron. Brotaron primero los granos y luego las vides haciendo honra a su tradición vinícola.

A mi que me encanta el vino, de pronto me admira saber que antes de los Iraníes e Iraquíes en los montes Zagros, de donde yo creía que venía el vino, fueron los rusos de la zona de Georgia quienes lo cultivaron por primera vez y hallazgos arqueológicos llevan a una bodega, datada en el año 8000 A.C. en esta zona.

Con siglos de experiencia transformando las uvas, estas familias encontraron en México un hogar, cultivaron la tierra que compraron por la buena, para brindar un hogar tranquilo para los suyos al menos por tres generaciones.
Después de la reforma agraria expulsados, dejaron el espacio, sus tierras fueron arrebatadas y repartidas por paracaidistas y por los ejidos, a los que el gobierno les destino lo que legalmente era suyo, así que poco a poco esos hombres barbados de blusa al estilo cosaco con cordón entrelazado como cinto, pantalón bombacho largo y botas desaparecieron. En las granjas ya no se veían a las mujeres vestidas de faldas largas, con sobreblusas. Y el recuerdo de las ocasiones especiales cuando usaban en la cabeza chales de hilo tejido a mano, conocidos comokosinkas quedaron solo como recuerdo.
Se olvidaron sus enseñanzas, unas que dictaban que todas las cosechas fueran obtenidas con la participación de todos. Entonces los ancianos tenían un lugar de importancia almacenando todos los alimentos y distribuyéndolos de manera equitativa, ahora los ancianos ocupan el lugar de los que no sirven para nada y han sido relegados. Todo se fabricaba en sus casas individualmente, excepto el café, azúcar, sal y arroz, los cuales eran adquiridos en Ensenada o en San Diego.
Una comunidad que no consumía alcohol, ni mariscos, ni animales de pezuña como el cerdo porque estos no miraban al cielo. Pero agasajaban a sus invitados con chivos y borregos, así como con coles encurtidas, pepinos, aceitunas, cebollas, calabazas y melones.
La riqueza de sus platillos acompañaban diariamente la comida con platillos de carne borscht, lapscha o fideos, y las hogazas de pan de trigo que eran cocidas en los hornos ubicados fuera de las casas. Asi brindaban un plato de alimento para todos.
Ahora; son los cortes de carne tipo americano, los pescados y mariscos que se funden con cocinas internacionales donde hay restaurantes con chefs que mezclan haciendo alarde la cocina fusión en medio de las vides de los vinos de la zona.
El incendio no mengua, el sol ahora da un tono rojizo sobre la tierra, subo la mirada y la nata de humo me deja verlo sin que me lastime los ojos, el olor baña mis pulmones. De pronto caen como mariposas negras pedazos de carbón que se posan sobre la tierra, también en mí se abre camino un estado de alerta, ¿será que las llamas avancen hasta aquí? ¿que arrasen ahora lo que el tiempo ha salvado en historia?
Los incendios después de acabar con lo que había antes, esperan las lluvias para restaurar, suturar y crear un entorno distinto; dos días después o lograron apagarlo o se fue amainando poco a poco hasta dejar de arder, porque ahora el azul brillante, nuevamente se asoma en el cielo dejándolo por detrás de los cerros y en el olvido, como a los rusos que pasaron por estas tierras y que yo me llevo en la mente como un descubrimiento.