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Manía Danzante
Manía Danzante / Pieter Breughel the Younger/ Wikimedia.

Desde que amanece me siento extraña, tengo una sensación que no puedo definir en la boca del estómago; durante toda la mañana está presente. Las manos húmedas, la boca seca. Imposible concentrarme. No; no me siento yo, estoy rara.

Como a mediodía sin poder escribir una sola línea de mi escrito, decido poner música. Tengo una lista de canciones que guardo llamada JC, que es producto de muchos meses de una selección amorosa. Pongo el sonido apenas para escuchar de fondo y que no me estorbe mientras me trato de hundir en el teclado como suelo hacerlo.

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De pronto el nyatiti que es una lira de ocho cuerdas originaria de los Luo, una tribu en el oeste de Kenia  y el Djembé, instrumento africano de percusión en manos de Ayub Ogada comienzan a entrar en mi cuerpo. “Oooh mam’ uwinja Koth biro Keluru dhok e dala;”.

Se abren mis sentidos, lo primero es un sabor intenso a mango entre mis dientes, de pronto a guayaba y maracuyá.

Inhalo profundo pues cuando esto pasa, no sé qué va a pasar. Puedo viajar en el tiempo, volar, derretirme y transformarme en árbol o convertirme en un pedazo de algo que nunca he podido definir. Me voy fundiendo con las sensaciones, con el palpitar de la tierra. Es un estado de conciencia alterado donde todo es posible. Mi mirada  se agudiza y se dilata la pupila.

Ahora percibo colores extraños en todo y la materia se va transformando en algo más. Es la anamorfosis que usan los artistas para transgredir las leyes de la perspectiva, donde las formas toman representaciones distorsionadas de la realidad, pero que cobran sentido cuando se miran desde cierto punto de vista.  De pronto las notas musicales huelen a hierbabuena y mi piel va tomando un tono lila.

El color me va serenando, noto la respiración más pausada, pero mi cuerpo ya no me responde. Estoy descalza como siempre que escribo, los pies comienzan sintiendo el piso, tocando la textura y se hacen conscientes de la temperatura. Al ritmo de las percusiones, comienza un movimiento interno, primero los dedos de pronto todo el pie. No es un acto voluntario de eso estoy segura.

Las piernas ahora van cediendo a la cadencia de mis pies y me levantan de la silla. Los muslos se tensan, cada tendón tiene el mando y la seducción de cada nota pulsa en mis venas llenas de sangre, llevándola a prisa hacia mis músculos. La música habla a través de mi, soy pulso, ritmo, armonía, imagen, movimiento. El sonido me envuelve, me hechiza.

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Lo que normalmente es una especie de energía saludable que invade mi cuerpo, cuando estoy de fiesta, que me llena de placer, buen humor y vitalidad; hoy comienza a tener tintes de preocupación. Esto nunca me había pasado.

Comenzó a dar giros y saltos, bailó y bailó sin parar. Al principio cedo a la conquista de los compases, mi cadera también cobra vida, la cintura, de pronto los hombros y los brazos. El cuello se va uniendo a la fiesta. Durante un largo rato intento disfrutar, me dejo caer en este estado sin resistirme; además no tengo otra opción. No gobierno una sola parte de mi cuerpo.

Unos cuarenta minutos después comienzo a sentirme agotada, pero no puedo parar, hoy estoy sola, no hay a quien pueda pedirle que me asista. Así que unas lágrimas comienzan a surcar mi cara.

Muchas ideas cruzan mi mente, acaso será un castigo como el de la niña del cuento de las zapatillas rojas de Andersen.

Mi talle, mis extremidades realizan movimientos armónicos, mi piel cobra vida, de pronto se llena de escamas, desaparecen es una metamorfosis que no termina por completarse. Es un cuerpo que danza, que expresa, manifiesta de manera visible y audible, el ritmo.  Me da la impresión que inauguró un tiempo y un espacio propios, que sólo dependen de la materia de la que estoy hecha y me transporta al origen de la vida misma.

Baila todo conmigo, mi pasado y mi futuro. En este desequilibrio emocional, aparece el arte, hace de lo arbitrario, necesidad.

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Mientras bailo me da la impresión de que la única manera de sentir o percibir el espíritu, es a través del cuerpo. Se enfrentan dos realidades opuestas como cuerpo y alma, una inmaterial, la otra material, buscando recuperar esa relación original con el mundo.

Mi mente por segundos tiene algunos espacios de lucidez, donde recuerdo el baile de los derviches llamado “sama”, esa expresión del cuerpo al dar vueltas una y otra vez sobre sí mismo, como adorno del alma, que para ellos significa el amor, mientras experimentan el escalofrío del encuentro y van a despojándose de los velos, al sentirse en presencia de Dios.

Así de pronto, mientras estoy flotando en el espacio, soy el sonido que escuchó, el tiempo que no pasa y siento que me diluyo en el silencio que se destruye al traspasar la realidad que habito. Poco a poco me doy cuenta de que soy un espíritu con cuerpo y desaparezco.

Frau Troffea comenzó a bailar descontroladamente  un día antes que yo por las calles de Estrasburgo, una ciudad del Sacro Imperio Romano Germánico. Ahora nos hemos unido más personas, hasta sumar 400 bailarines descontrolados. Cuatro días después muere, generando un mundo de historias, una más inverosímil que la otra.

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Así  se nombra el suceso y queda inscrito en los libros como la  “Epidemia de baile de 1518”. Los cuerpos exhaustos se van desmoronando, afectando  a hombres, mujeres y niños, que bailan hasta llenar de ampollas sangrantes los pies, sucumiendo hasta derrumbarse  de agotamiento. Decenas sufrieron invalidez en las piernas, ataques epilépticos, infartos, derrames o caídas que les llevaron a la muerte.

Al no saber que hacer, primero se permitió que esto continuará, incluso llevaron a músicos para que nos acompañarán para ver si así esta manía, terminaba por desaparecer;  pero esta táctica fue contraproducente, alentando a más a participar.

¿Posesión satánica? ¿histeria colectiva ocasionada por las hambrunas? ¿acaso una intoxicación alimentaria por hongos, que crecen en los granos de la familia del trigo y que tienen ácido lisérgico (LSD-25)? ¿danzantes de un culto herético? ¿una expresión patológica ligada a la desesperación por vivir una época desgarradora? Difícil saberlo pues todo diagnóstico, está basado en conjeturas, dejando un halo de misterio para la historia, un hecho más sin una explicación plausible.

Lo que yo sentí es que no queríamos bailar,  expresamos miseria, pedíamos ayuda.

No fue el primer brote compulsivo de baile en Europa eso sí se sabe. Al parecer el primero  había tenido lugar en la Nochebuena de 1021 en la ciudad de Kölbigk (Alemania), pero también se documentaron otras en 1237, 1247, 1278, 1374, 1438.

Fue  la de 1518 de la que más se escribió. A la epidemia se  le conoció durante siglos como “el baile de San Vito” o el “baile de la peste”, entre otros. San Vito fue un santo que al querer quemarlo siendo niño por no querer renegar de su fe, en vez de quemarse en la pira como estaba destinado, comenzó a bailar.

Regreso de nuevo, tardo en darme cuenta de que estoy en el jardín. Me duele cada célula, es casi de noche. Tengo la piel salada, pegajosa. Me levanto con un esfuerzo enorme, voy por agua. Me la quiero acabar en un santiamén pero decido hacerlo despacio para no lastimar mi estómago. Prendo el agua de la regadera me desvisto, la ropa tiene un olor extraño como el del cobre.

El agua corre por mi espalda, no logró integrar bien la experiencia. Enjuago el olor, el sabor a metal que se escurre de color ocre por la coladera.

Realizo que no he terminado de escribir, tengo que entregar el escrito, titubeo y me arriesgo a un juicio sobre mi cordura.  De pronto escucho: “Aaaaah haye haye haye haye Kuma n’uwinja Koth biro Kel u rutho ke dala” La piel se me eriza, el miedo me reviste, yo no he prendido la música.

Por DZ

Claudia Gómez

Twitter: @claudia56044195