J.T. Leroy, Ella fue esa conexión que nos hizo tocar los límites de la idea loca de un mundo imaginario, donde todo podía ser feliz
Cuando Douglas Coupland en 1991 popularizó el término generación X en su novela Generation X: Tales for an Acelerated Culture, nos dio a los que nacimos entre 1965 y 1980 una identidad extraña que refiere a una variable desconocida o un deseo no definido. Somos según dice, la cohorte demográfica que siguió después de los baby boomers posteriores a la segunda guerra mundial y quienes marcamos un descenso en los patrones de fertilidad de la población a nivel mundial.
Sin duda fuimos niños en una época en que la sociedad estaba más enfocada en los adultos que buscaban un camino hacia la autorrealización. Fuimos la siembra que abrió una puerta construida por el movimiento Hippie, que desencadenó el aumento en las tasas de divorcio.
Y sí, yo fui hija de ese fenómeno, donde el valor social de permanecer juntos por el bien de los niños, se convirtió en otra cosa, generando una insensibilidad a la pérdida y, el principio de un cambio en las bases de las relaciones interpersonales.
Permeados por estas nuevas tendencias, los hijos de occidente creamos un nuevo mapa del mundo y, entramos con fuerza a las pautas para la inclusión, que ya venían pulsando en la generación anterior.
Encontramos los patrones para poder narrar y definir el mundo emocional, ampliando los trastornos que incluyeron el término border. Somos una generación donde miles dejaron de asistir a las iglesias, que quisimos ser amigos de nuestros hijos y, la que creció en el mundo de los opioides para no sentir dolor. Las drogas se hicieron asiduas compañeras saliendo de su escondite, y el aborto se legalizó en el mundo por primera vez, en Cuba en 1965, abriendo la puerta para otros países.
Nos cubrimos en los descubrimientos del plástico y sus desastrosas consecuencias, la moda se perfilaba ahora a la producción masiva, las comodidades se siguieron abriendo paso y apareció la computación, los viajes espaciales, el fax, los hornos de microondas, la cinta de casete, los códigos de barra, el internet y los celulares. Toda una explosión tecnológica que nos trajo a trote acelerado, a la sexta extinción masiva llamada Antropoceno, a manos de nuestra especie.
En medio de esta vorágine nos tocó el Watergate, las dictaduras latinoamericanas, dimos a luz personajes que generaron cosas de qué hablar, escándalos que se guardaron en los tabloides de periódicos. La venta de historias desgarradoras cobró fuerza en el mundo literario, generando millones de dólares.
Un personaje que pertenece justo a mi generación, porque nacimos en el mismo año, es J. T. Leroy. Escribió una volcánica autobiografía personificada por Sarah, novela publicada en 1999, convirtiéndolo en un escritor de culto.
Las desgarradoras escenas sobre los abusos, supuestamente perpetrados a la vida del propio Leroy, hijo de una prostituta, incursionando en el mundo de lo prohibido, llenando sus venas de drogas, fue plasmado en el mundo de las letras, ese espacio de salvación que le permitió redimirse, según hizo saber.
Las ventas fueron magníficas, el mundo literario lo aclamó hasta que la industria comenzó su persecución judicialmente, tras destaparse el fraude.
La productora de cine Antidote International Films, había comprado los derechos para llevar Sarah al cine. El autor, cuya supuesta timidez, le hacía esconderse detrás de unas gafas y una peluca, le impulsaba a atender sus entrevistas por teléfono o e-mail, tenía un secreto bien guardado. Se paseaba con aire andrógino, posando siempre silencioso entre famosos como Winona Ryder, Courtney Love o Marilyn Manson.
Lo que desató el escándalo, es que el escritor era mujer y usó este seudónimo para esconderse, era Savannah Knoop su hermanastra, quién disfrazada, se hacía pasar por Leroy en los actos oficiales, atravesando la alfombra roja cuando era necesario.
El pasado escabroso de J.T. Leroy y los tres libros publicados bajo su nombre, Sarah, El corazón es mentiroso y El final de Harold, eran, simplemente, ficciones literarias nacidas en la imaginación de Laura Albert, de 41 años.
A finales de 2005 tomó el estrado en Nueva York y, en el banquillo de los acusados, el mundo se enteraría de uno de los escándalos literarios más grandes de los tiempos modernos. Se abrió en el pulso del mundo del engaño, esa frágil línea entre la realidad y la ficción. Así fue condenada por el tribunal federal de Nueva York a pagar a la productora $116.500 dólares por fraude, daños y perjuicios.
Con la sentencia, se añadía un nuevo capítulo a la biografía de ese ser imaginario que ella utilizó como álter ego y, con el que consiguió engañar al establishment literario y periodístico estadounidense, durante casi una década. En sus textos, las heridas de su cuerpo eran prosa, vehículos de sanación, un viaje a una sexualidad sin tabúes.
“J. T. Leroy era mi oxígeno. Si me lo quitan, me muero”, dijo dramáticamente Laura Albert en el momento de la sentencia. Hubo opiniones diversas, entre las que el escritor Paul Auster declaró a El País: “A mí toda la historia me parece fascinante, muy literaria. Aunque me faltan detalles, no creo que haya traicionado a sus lectores. Ella escribía ficción así que, en ese sentido, no engañó a nadie.”
Durante el juicio, que fue breve pero intenso, quedó claro que esta escritora, nacida en Brooklyn y madre de un hijo, tenía un pasado tan terrible y una mente tan frágil, como la que construyó para su otro yo.
Sufrió abusos sexuales desde los tres años, su madre la internó en un manicomio con apenas 14. Cuando fue llevada a declarar, expresó sus remordimientos entre lágrimas frente al juez. Tenía 15 años, cuando el doctor Terrance Owens, de la línea de abuso a menores, le aconsejó escribir. Laura vivía entre punkies adictos a la heroína en Nueva York, y practicó múltiples acentos como operadora de líneas calientes en San Francisco.
Acorralada, con una mirada que estrechaba su respiración, incapaz de comunicarse con el mundo exterior siendo Laura, empezó a llamar a líneas de ayuda psicológica, adoptando múltiples personalidades. Ahí nació Jeremiah, quien después acabaría convirtiéndose en J.T. Leroy, a quien construyó un dramático pasado que incluía sexo, sida y heroína, ingredientes con morbo suficiente para aumentar su éxito literario.
Como J.T., entabló amistad telefónica con decenas de escritores. A todos les dijo que un psiquiatra le había recomendado expurgar sus demonios escribiendo. Generando niveles de compasión inimaginables, hubo muchos que le apoyaron y le ayudaron a abrirse camino en la industria editorial.
Ira Silverberg, su editor entre 2000 y 2006, explicó a EL PAÍS cómo fue su relación.
“Me reuní con J.T. Leroy, interpretado, sin que yo lo supiera, por Savannah Knoop, en varias ocasiones. Siempre le acompañaba Laura Albert, pero entonces todos creíamos que era Speedie, la persona que supuestamente le había ayudado a salir de las calles.”
Para él lo más grave fue que Albert jugara a crear lastima con la labia del sida. “Muchos de nosotros creímos estar ayudando a un joven del que habían abusado de niño, que se había prostituido, que tenía sida, y que estaba superando una experiencia de violencia a través del arte. Hay varios niveles de fraude, pero éste es reprensible moralmente. Creo que lo del sida para llamar la atención es inaceptable. Quizás para los lectores dé igual pero no para la comunidad literaria.”
Tras descubrirse el fraude, abandonó a su cliente. Otros, como la actriz y directora Asia Argento, que en 2004 adaptó al cine un libro de Leroy, cuyo título hoy suena paradójico, El corazón es mentiroso, parece que siempre supieron la verdad, pero decidieron guardar silencio.
El juicio ha sido una puerta fascinante hacia el eterno enfrentamiento entre arte y comercio, una mirada hacia los límites necesarios o posibles, que unen a un escritor con su obra. Permitiendo saber algo más sobre esta misteriosa autora. Sin duda, la realidad que ocultaba su ficción es carne de novela. Savannah Knoop escribió un libro sobre su experiencia como personificación de J.T. Leroy y, hasta el director que iba a dirigir Sarah dijo querer escribir un guión, mezclando la novela con la historia real.
“Cuando conseguí mi primer contrato editorial, apenas tenía como lectores a Dennis Cooper y mi psiquiatra. Nunca dije que quisiera ser escritor… Yo sólo quería ser prostituta. ¡Pero he acabado siendo mejor escritor que prostituta!”.
Para quienes nacimos en la generación X, fue fácil perdernos en la música de Queen, Alice Cooper, Bread, y miles buscamos una identidad en los rostros de Hollywood. Para mí era Farah Fawcett que colgaba en mi locker de la escuela y pasaba horas al espejo emulando su peinado.
Una historia escandalosa como la de Leroy generó, sin duda, una curiosidad desbordante, ella fue esa conexión que nos hizo tocar los límites de la idea loca de un mundo imaginario, donde todo podía ser feliz, un castillo de Disneylandia, que se rompía en sus libros y en la realidad desgarradora de su historia.
Sin duda hay otras maneras de haberlo hecho, pero ella puso voz a la identidad de género en las hojas de sus libros, dando vida a las voces marginadas en la publicación, dejó sobre la mesa un diálogo, sobre a quién se le permite ser autor de ciertas historias y, el papel del abuso en la configuración del comportamiento de las personas.