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Femenin@
Mademoiselle Beaumont. Foto: Especial

Mademoiselle Beaumont

El espectáculo comienza a las seis de la tarde, se entra por un portón grande de madera labrada, realzando las figuras de faunos, copas de árboles y frutos. Al fondo de la casa vieja está el escenario. Un espacio en forma de pequeño ruedo, cubierto por maderas pintadas de rojo en el centro.

Cientos de velas encendidas le dan al lugar un singular ambiente. Sin sillas, los espectadores comienzan a llegar susurrando con alegría el estar ahí. Se aglomeran hasta quedar apretados unos contra otros. Están de pie, así estarán hombro con hombro por un rato de diversión. El olor como es de esperarse es nauseabundo, una mezcla de orines, pies y sobaco. Los sombreros de las damas hacen difícil ver hacia enfrente y de aquellos que usan peluca, brincan pequeñas pulgas que buscan un nuevo huésped en el pelo del de al lado.

Suena la campana y al ruedo entra un hombre delgado, alto con su florete colocado de lado, va sonriendo a un público del que recibe un par de abucheos. Camina burlándose de los insultos y se instala en un lado del espacio donde el espectáculo tendrá lugar.

Tras él, entra una mujer no tan alta, robusta, con su peluca blanca y un vestido azul. Todos comienzan a aplaudir y a gritar.

Las apuestas corren, se colocan uno frente al otro y comienza el espectáculo. Los esgrimistas empuñan sus floretes. De pronto el lugar es abrazado por una sensación que toca lo más primitivo en el ser humano, se hace un vacío en la boca del estómago generando una ansiedad que solo se sacia cuando uno de los adversarios cae al suelo tropezando y escupe sangre. Entonces se escucha un “ahhhh ohhhh” entre la concurrencia.

Una vez más Mademoiselle Beaumont ha ganado en cuatro asaltos. Noche tras noche los adversarios en duelos de exhibición, perdían ante ella y los concurrentes se abarrotaban para comprar los boletos de la siguiente fecha.

Recogiendo el dinero ganado, se retira en un carruaje cayendo agotada sobre el aterciopelado asiento. En casa el mayordomo la recibe y toma su capa roja.

Sube la escalera quitándose los zapatos puntiagudos, entra a su cuarto cubierto de muebles estilo regencia. En cada pedazo de marquetería se va develando la alcurnia a la que pertenece. En la mesa donde pone sus finos perfumes está un pequeño huevo de Fabergé pintado con majestuosidad; un regalo de la zarina Isabel. Un hermoso recuerdo de el tiempo que pasó en San Petersburgo como cortesana. Llegó a tener tal cercanía que se convirtió en su lectora personal.

De pronto sonrió, el recuerdo de Giaccomo Cassanova lo asaltó, como solía suceder a quien en algún momento había cruzado su camino.

Inhaló y recordó su primera estancia en Londres cuando caminaba por las calles como secretario de la embajada de Londres. Después su regreso a Francia donde se internó en una escuela de monjas y de nuevo a Londres.

Sobre la consola está una condecoración que acaricia con sus dedos regordetes. No es más que la cruz de San Luis; recibida por su dirección de la tropa en combate, sirviendo en la Guerra de los Siete años como capitán de dragones. La placa finamente tallada en plata dice: Charles-Geneviève-Louis-Auguste-André-Timothée d’Éon de Beaumont. Tres nombres masculinos y tres femeninos.

Mientras se va despojando de su vestido, desabrochando el corsé para dejar caer sus pequeños pechos, va repasando las escenas de su vida que se presentan de manera atropellada.

Se ve a sí mismo de veinte años recibiéndose de abogado, el más joven de la región contando apenas con veinte años. Luis XV el rey “bien amado,” lo recluta después de verlo en una fiesta de palacio disfrazado de mujer. Así entra al servicio de una red secreta, llamada Le Secret du roi. Sirviendo como se le pidió, fue enviado a Rusia y de ahí mando información valiosa a Francia consiguiendo además de su amistad con la zarina, esta alianza que era conveniente entre los dos países.

Se coloca su camisola, sin remover el maquillaje que con tanta maestría se ha puesto antes de salir; como es de saberse el agua no es de uso cotidiano, así que se mete en su mullida cama con el olor a combate en el cuerpo.

Lleva un tiempo enojado, a la muerte del rey se le ha quitado la cómoda pensión con la que vivía, obligándolo a hacer estos espectáculos de esgrima. Seguramente es parte de las represalias por haber publicado sus memorias con los secretos del gobierno La vie militaire, politique et priveé de Mademoiselle d’Eon. En sus páginas cuenta que nació como una mujer, pero que su padre le obligó a pasarse por un hombre para poder heredar. Sus palabras crean confusión y es con él, con quien la palabra “travesti” se acuña.

Antes de caer rendido recuerda cómo hace un par de años Vestida de Rojo recibe la visita del dramaturgo Beaumarchais en su casa, el mayordomo lo hace pasar al salón azul donde la porcelana china reviste la mesa, ahí donde se ha puesto el té. Ha venido como emisario del rey, quien le ha obligado a confesar su sexo. Le arranca una declaración firmada donde dice ser femenino y supuestamente constatado por algunos médicos. El escándalo ha sobrepasado sus límites.

Con una urgencia de descargar el cuerpo se levanta y se sienta en la bacinilla, al levantarse se mira al espejo, tiene 46 años y se le ha retirado del del servicio activo. Pero como dato curioso se le obliga a actuar como mujer. Así en Londres se le conoce como “Mademoiselle de Eón”.

Los días se suceden uno tras otro y ese mismo año muere el monarca Luis XV y es coronado su nieto el delfín Luis XVI. Se apresura, sale por la puerta de su casa, se sube a su carruaje y se dirige a París. En el camino se transforma, llega ahora como “el caballero de Eón” con el uniforme de capitán de la legión de honor y le suplica a su majestad su reincorporación al servicio, pero el nuevo rey y sus ministros no se lo permiten, y le niegan usar la personalidad masculina.

Cuando conocí a mademoiselle, me recibió en su casa en Londres, estaba apunto de cumplir 81 años seguía manteniendo sus modales finos aristócratas y aunque escuchaba con dificultad, me recibió. Llevaba 33 años bajo forma femenina. Mi misión era entregarle un sobre donde venia el reglamento de la Logia de la “Mortalidad de Londres” a la cual pertenecía y se le recordaba que siendo miembro esta estaba limitada a: “Hombres buenos y sinceros, libres de nacimiento, de edad madura y discreta; ni fiadores, ni mujeres, ni hombres inmorales o escandalosos, sino de buena reputación (…) Sano y fuerte, ni deformado ni desmembrado al momento de la iniciación; ni mujer ni eunuco”.

No pudo terminar de leer pues un buche de risa se le salió y las carcajadas, se oyeron por todas la casa. Recordó cómo lo llamaban “hermana masona”, pues siempre dudaron de su hombría y me dijo. ”Esta misiva debe tener algún error, fui expulsado hace más de treinta años, así que agradezco a quien tan amablemente se ha tomado la molestia de enviármela. Mientras salía de la casa acompañado del valet, miré la pared llena de esgrimas, floretes y espadas.

Pocos días después murió en su casa y al quitarle la ropa para su funeral, constataron que era hombre.

DZ