
Mi consultorio es un refugio intencional: paredes crema, un sillón mullido, una manta suave sobre el respaldo, una caja de pañuelos y un vaso de agua en una mesita
En mi mente, viajo a los años 60 para encontrarme con Lina Codina, una mujer de 65 años cuya vida ha sido tallada por el dolor y la resiliencia. Sus ocho años y cuatro meses en el gulag soviético, un sistema brutal de campos de trabajo donde millones perecieron, han dejado huellas visibles: hombros encorvados, manos marcadas por el frío y el hambre. Sin embargo, sus movimientos conservan una elegancia sutil, un eco de la soprano que deslumbró en los escenarios de Nueva York y París. Sus ojos castaños, grandes y expresivos, están velados por una tristeza persistente, pero a veces destellan con nostalgia, como cuando recuerda a Serguéi Prokofiev, el compositor que describió su voz como “un rayo de luz pura”.
Mi consultorio es un refugio intencional: paredes crema, un sillón mullido, una manta suave sobre el respaldo, una caja de pañuelos y un vaso de agua en una mesita. Lina se sienta tras un saludo formal, su cabello entrecano recogido en un moño bajo con mechones sueltos. Un broche sencillo adorna la solapa de su ropa limpia pero gastada, un vestigio de su pasado como artista. Sus manos, delicadas pero ásperas por el trabajo forzado, juguetean con un pañuelo bordado. “No duermo,” dice, su voz temblorosa pero con un timbre melódico, rasgado por las torturas que dañaron sus cuerdas vocales. “Veo el rostro de Serguéi, oigo su música. Luego, el gulag me despierta: el olor a moho de las celdas, los gritos lejanos, el hambre que apretaba como un puño. No sé cómo dejarlo ir.”
Como terapeuta psicocorporal, observo más allá de sus palabras. Su cuerpo es un mapa de su historia: la tensión en su mandíbula encierra relatos no contados; su respiración entrecortada parece temer ocupar demasiado espacio; sus hombros rígidos cargan el peso del abandono y el aislamiento. Pero hay fuerza en los detalles: el broche, el pañuelo, la chispa en sus ojos al mencionar a sus hijos, Sviatoslav y Oleg. “En el gulag, imaginaba a mis hijos a Sviatoslav tocando el piano, a Oleg dibujando barcos en sus cuadernos,” murmura. “Eso me mantuvo viva. Pero no sé si alguna vez entenderán lo que hice para sobrevivir, las cosas que confesé bajo amenaza.”
“Lina,” digo, inclinándome hacia ella, “has cargado un peso inmenso, y aun así estás aquí, buscando ayuda. Eso es valentía.” Le enseño la respiración diafragmática: inhalar por cuatro segundos, sostener, exhalar por seis, repetir seis veces. “Pruébalo antes de dormir durante dos semanas,” sugiero, “esto ayuda a calmar tu sistema nervioso.” Le pido que lleve un diario de sueño, anotando los pensamientos y emociones que la despiertan. “La idea no es borrar a Serguéi ni el gulag,” digo. “Podemos encontrar herramientas para que esos recuerdos no te roben el descanso, toma tiempo, quizá algunas no sirvan pero se que muchas podrán serte de utilidad.” Me pregunto si mi tono es demasiado directivo, pero su leve asentimiento me anima a seguir.
Le he pedido que vaya con un amigo psiquiatra para que revise la medicación que está tomando ya que refiere no estar sirviendo.
Mientras se prepara para irse, Lina acaricia el pañuelo y murmura: “Mi madre Juana me lo dio cuando canté por primera vez, en una plaza de Madrid. Yo era niña, amaba imitar su canto flamenco.” Ese recuerdo, tan vivo, me da una pista, poder encontrar recuerdos que puedan equilibrar con los que han dejado cicatrices.