
Antes de terminar, Lina abre su cuaderno. “Escribí algo anoche,” dice, y lee en voz baja: “Recordé a mi madre, cantando flamenco en Madrid. Yo era niña, la imitaba en la plaza
Una semana después, Lina regresa con un cuaderno, su postura menos rígida, como si escribir hubiera abierto una ventana que permitiera entrar aire a sus emociones. “Hice el diario,” dice, pasándomelo con una mezcla de timidez y orgullo. “No es fácil. Cada noche, pienso en Serguéi. A veces, en los días buenos, como cuando paseábamos por Central Park en Nueva York, él silbando melodías. O en París, cuando un niño pecoso tiró de mi falda y me pidió cantar un fragmento de ‘El amor de las tres naranjas’. Serguéi aplaudió, dijo que mi voz era un tesoro. Pero de inmediato recuerdo Moscú, él con Mira, esa poetisa, dejándome sola con nuestros hijos. Me odio por seguir queriéndolo.”
Hojeo sus notas, donde “culpa” y “tristeza” se repiten como un eco. Reflexiono sobre cómo su amor por Prokofiev, cuyas óperas como “Romeo y Julieta” conquistaron el mundo, está moldeado por los valores de su tiempo. Nacida en 1897, hija de artistas españoles, Lina creció en una era que glorificaba el sacrificio femenino. Las mujeres aprendían que su valor residía en sostener a hombres como Prokofiev, cuya genialidad excusaba sus fallos, incluso a costa de su propia identidad. Pero el gulag —el hedor de las celdas, los golpes de los guardias, el miedo a no ver otro amanecer— fragmentó su ser, atrapándola en un ciclo de autoinculpación.
“Ese recuerdo en París suena tan vivo,” digo. “Cuéntame más.” Lina sonríe levemente, un destello de luz en su rostro. “El niño tenía pecas, me incitó a cantar, y la gente en la calle se detuvo. Serguéi reía, el sol brillaba. Me sentía libre. Pero en Moscú, todo cambió. Criaba a Sviatoslav y Oleg sola mientras él componía para Stalin. Sviatoslav, tan serio, practicaba piano; Oleg dibujaba barcos y me pedía que cantara nanas. Cuando me llevaron al gulag en 1948, acusada de espía por ser española y hablar seis idiomas, Serguéi no hizo nada. En Lubianka, los interrogatorios rompieron mi voz; en Abez, cerca del Círculo Polar Ártico, canté sus melodías en mi mente para no perder la razón. No puedo entender si me hizo tanto daño ¿Por qué mi corazón aún lo busca?”
Su confesión me golpea. Prokofiev, con su genio incendiario, fue un anzuelo poderoso para Lina, educada para ver a tales hombres como semidioses. Pero el gulag la obligó a disociarse, fragmentándola. “Ese recuerdo lleva amor y un dolor profundo,” digo. “Tu voz te conectaba con el mundo, y Serguéi lo sabía.
Transgeneracionalmente las mujeres de tu linaje hicieron lo mismo que tú, callaron, aguantaron y fueron fieles esposas, pero el abandono no deja de doler.” Noto su pecho tenso, su respiración contenida. “Probemos algo. Cierra los ojos y tararea una nota, cualquier nota, solo para sentir tu voz.” Lina vacila, pero emite un “mmm en sol mayor” suave, frágil. Una lágrima cae, pero su rostro se relaja. “No sé si puedo volver a cantar,” murmura, “pero esta nota me hizo contactar con algo.”
Le propongo una técnica de contención: “Imagina una caja donde guardas los recuerdos de Serguéi y el gulag, cerrándola hasta que estés lista para abrirla conmigo.” Practicamos la relajación progresiva muscular, aflojando sus hombros y mandíbula. “Sigue el diario,” digo, “y anota las emociones tras cada pensamiento. No se trata de olvidar a Serguéi, sino de darle a tu mente un descanso.” Me pregunto si estoy yendo demasiado rápido, si la caja será suficiente para contener tanto dolor, pero su leve sonrisa me genera seguridad.
Antes de terminar, Lina abre su cuaderno. “Escribí algo anoche,” dice, y lee en voz baja: “Recordé a mi madre, cantando flamenco en Madrid. Yo era niña, la imitaba en la plaza. En el gulag, esa canción me salvó, más que las óperas de Serguéi. Pero aún siento su música en mí.” Su voz tiembla, pero no se quiebra, y guardo ese momento como un faro para nuestra próxima sesión.