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Catalina de Erauzo, la monja de Alférez

Con apenas cuatro años, imagino tu disgusto cuando tus padres te internaron. El convento de San Sebastián el Antiguo, donde tu tía era priora, te recibía a ti Catalina y a tus tres hermanas a temprana edad. Naciste en San Sebastián de Guipúzcoa, España, aquel año del señor de 1585.

Tu espíritu rebelde se manifestó sin retardo, la vida mansa y silenciosa te fue asfixiando de apoco. Así que escapaste cuando tenias quince años después de una reyerta con una interna que te causó un encierro por castigo. “Ella era robusta y yo muchacha, me maltrató de mano y yo lo sentí”, escribiste en tus memorias.

Vestida de labriego te lanzaste a la aventura. No puedo siquiera imaginar el arrojo de la tenacidad de tu carácter mientras pasabas de ser Francisco de Loyola, Pedro de Orive, Ramírez de Guzmán o Antonio de Erauso. Se necesita una destreza para la actuación y el disfraz, una determinación férrea y unas agallas sin precedente que son sin duda sorprendentes.

¿Cómo llegaste a la conclusión que tenías que escapar de España, de qué trabajaste para comprar tu boleto en Sanlúcar de Barrameda y  cuál habrá sido tu emoción al embarcarte a Perú en el galeón de Esteban Enguiño que era tu tío, vestida de soldado? Cierro los ojos y me cuelo entre tu piel, intento sentirte para imaginarte más allá de solo una imagen.

Con golilla, alzacuello de hierro y coletillo, mirada adusta, gesto serio y un tanto ausente. Te veo en tu tiempo, intento respirar el aire y me pregunto si olía más, si era mas suave al entrar en los pulmones. Alta, recia de talle, de piel trigueña dando una apariencia más bien masculina con tu melena  corta y despeinada, me doy la vuelta para mirarte por la espalda. La espada colgando de lado, veo tus facciones varoniles poco afables para el gusto masculino, un pecho de niña, un bigote ligero que ayuda y pienso porque algunos de tus biógrafos decían que tenias aspecto de un eunuco. Será que tenias más bien, una facha de andrógino que sirvió para tus propósitos.

Mientras soy observador, tú peleas contra los piratas holandeses al llegar a Venezuela, te veo librar la muerte que se llevo a algunos de tus compañeros por el mal clima. Te observo sigilosa entrando en el camarote del capitán y robarte quinientos pesos, matarlo y  bajarte en Panamá en 1603.

Cuentan que tu destreza en el manejo de las armas y la maestría en el combate te permitieron llegar a ostentar el grado de alférez, cargando las armas tan bravamente como la vida.

En Ecuador salvaste la vida a nado cuando el navío en el que te habías embarcado, lo derrumbo una tormenta. En Chile, participaste en algunas de las más terribles y crueles batallas contra los indios.

¿Será verdad que en un duelo mataste a tu propio hermano, Miguel? Podría ser que descubrió su parentesco segundos antes de morir? Durante casi tres años estuviste a su lado guardando tu  identidad, disputándose las mujeres y tomado cervezas en las tabernas. Con qué dolor le habrás enterrado y con el corazón desgarrado escapaste caminando por la costa hacia Tucumán. Sin agua, sin comida, sacrificando a tu caballo buscando algo que llevarte a la boca como lo describiste de tu puño y letra. Matanzas, riñas, peleas de juego, escapatorias de pretendientes, tantas aventuras y heridas  marcaron tu historia  en esos agitados años.

Acabaste en Guamanga y tal vez viéndote  en un verdadero atolladero, te entregaste al obispo. O será que estas historias se entintan de novela y más bien fue que en 1623 que te detuvieron, porque te descubrieron tras apresarte por reñir a golpes a alguien que se atravesó en tu paso.

En tu celda te veo recorrer descalza el piso húmedo sintiendo el frio en las plantas de los pies. Me parece que el tiempo se vuelve circular y puedo entrar mientas te veo con los dedos acariciarte las cicatrices que los combates imprimieron como huellas imborrables sobre tu piel. Te tocas las dos del brazo, la del costado, la del pecho, las que sabes que están, pero no alcanzas sobre la espalda. Todavía tienes las costras en las rodillas y los nudillos de las manos amoratados.

En el estrecho espacio donde esperas sentencia, las madrugadas de insomnio son eternas, es entonces cuando sientes las heridas que más duelen, esas que te despiertan empapada, en tus sueños, comienzan a hablar y a torturate hasta llevarte a mirar de frente a los demonios que borrachos te llevan al abismo de tu cordura.

Ahí donde se anidan las fibras que tejen los músculos, en ese espacio donde se tensan los tendones, se guardan en silencio las otras, las cicatrices que mas duelen, esas que te asfixian por las noches. Esas que cargan el peso del dolor ser una cosa por debajo y que rasgan el alma al mirarte siendo otra por encima de la piel.

Supongo que fue en esas madrugadas cuando decides que era mejor contar quien eras e imagino las caras de sorpresa que pusieron cuando decidiste contarles tu gran secreto para no ser enjuiciada y miraron tu cuerpo desnudo anonadados.

Dijiste ser además monja aunque no te ordenaste, entonces  te pusieron a resguardo del Obispo y te regresaron a España vestida de toca y rezando maitines.

Felipe IV te apodó la monja de Alférez y te permitió usar tu nombre masculino, incluso se cuenta que el papa Urbino te permito usar ropa de hombre y mostrarte como siempre habías sido, un dechado de huesos mas bien masculinos.

Según contaste en tus memorias te embarcaste de nuevo, corría el año de 1630 cuando te  presentaste en la capital mexicana, llevando encima la cédula correspondiente de pago por tus servicios de soldado, te presentaste ante el marqués de Cerralvo, quien era entonces el virrey, y durante algunos años pasaste la vida cobrando tu pensión, hasta que resolviste dedicarte a la arriería, cruzando los valles y montañas entre México y Veracruz con tu recua de mulas.

Y moriste yendo hacia Veracruz con una carga fletada, adoleciendo en Cuixtlaxtla “del mal de la muerte”, y cerraste los ojos para siempre, expirando a los sesenta y cinco años de edad en 1650.

Avisaron a los vecinos de Orizaba. Concurrió al funeral lo más lucido del pueblo, pues fue muy amada de presbíteros y religiosas, porque, aparte de sus varoniles arrojos, rezaba todos los días lo que era obligación a monjas profesas; ayunaba toda la cuaresma, los advientos y vigilias; tres disciplinas hacia lunes, miércoles y viernes, y oía diariamente misa”.

¿Será? O fuiste pendenciera, ludópata y asesina. No lo sé; eso cuentan, entintan, embellecen en tu nombre en las líneas de las novelas, las películas y tanto sobre lo que se ha hablado sobre ti. Me quedo con tu valía, tu arrojo, me envuelve tu historia fascínate y me sorprende tu paso por la vida, caminando contra corriente en una época donde era impensable que una mujer pudiera llevar una vida así.

Adiós Catalina, me despido como si te conociera, para aquel que se atreve a escribir en solitario, se vuelve un arte de alquimia cruzar los espacios del presente, jugar con ellos, mirarlos, sentirlos y volverse de pronto uno con los personajes. El reto más grande se vuelve el dejar los juicios, amasar los ojos de contemporaneidad y colocar por menos la mirada empática empapada de los hechos como los cuentan otros, dejando siempre la duda porque uno se cuenta la historia según como la siente.

DZ

Catalina De Erauso “La Monja Alférez” 1592– Luis González Obregón. Leyendas de las Calles de México. Aguilar. México 1977.

Pedro del Valle el peregrino en 1962 te describió minuciosamente cuando apenas tenias 34 años. Causaste en el una impresión imborrable y se tomo el tiempo de definirte meticulosamente mientras escribía con su pluma entre los dedos.

Fray Nicolás de Rentería seglar en Veracruz en el año de 1645. narraba: “una recua de mulas en que conducía con unos negros ropa a diferentes partes…; que era sujeto allí tenido por de mucho corazón y destreza; y que andaba en hábito de hombre, que traía espada y daga con guarniciones de plata…; que era de buen cuerpo, no pocas carnes, color trigueño, con algunos pocos pelillos por bigote”.