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Calvario
Virginia Woolf. Foto de Archivo / Claudia Gómez.

“No me queda nada excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo”.

Virginia Woolf

Novelista, ensayista y editora, una mujer que marco toda una época, pero que tenia esa mirada lánguida que profesaba una profunda melancolía.

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Virginia Woolf. Foto de Archivo / Claudia Gómez.

Así me encontré con Virginia Woolf impresa en una imagen fotográfica en una librería al sur de la ciudad. Haciendo uso de la creatividad en el área de restaurante, han puesto imágenes de personajes de la literatura que ocupan algunas mesas, para marcar la sana distancia.

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Virginia Woolf. Foto de Archivo / Claudia Gómez.

Por acá está Hemingway, en la terraza Oscar Wilde y también al fondo está Octavio Paz; cada uno impávido ante esta realidad donde buscamos ir acomodando lo que toca, mientras la humanidad atraviesa una pandemia que revuelca las instituciones y nuestra forma de vida, aunque nos neguemos.

Vengo los lunes temprano y ocupo una mesa con mi equipo de trabajo, mientras el café va destilando su suave aroma entre los libros de los bellos estantes. Esta semana mientras trabajábamos, ha captado mi atención la imagen del dorso de Virginia frente a una mesa.

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Virginia Woolf. Foto de Archivo / Claudia Gómez.

Los tonos de blanco y negro de la fotografía son perfectos, el semblante entristecido, abatido y desalentando muestra una mirada pérdida en el suelo. Por más que he buscado no he encontrado una sola fotografía donde la vea realmente sonriendo, me parece que quien no puede hacerlo vive sin duda un purgatorio, una especie de limbo donde hay tan poca vida.

Y es tanto lo que una mirada puede decir, es poder atravesar la piel y hacer un viaje al alma de quien tiene las entrañas llenas de tantísimo dolor. Y, aun así, en esta vorágine de emociones, logro ser considerada una de las más destacadas figuras de la literatura del siglo XX, precursora del movimiento feminista que ha usado hasta el día de hoy, algunos de sus escritos como bandera.

Enfrente de su imagen, esta la terraza donde esta Oscar Wilde y a su lado hay una pareja de carne y hueso que parece no entender lo que es la sana distancia, sin pudor se besan con esa pasión que a veces se ve todavía en la pulsión del principio de una relación, cuando no hay forma de dejarse de tocar. Cuando el color de la cara de alguno se torna roja porque el deseo comienza a brotar.

Imagino, como siempre, un escenario de lo que podría ser posible, lo que interpreto podría Virginia pensar de estar viva. Veo una mirada que parece perderse mientras recorre toda una vida, la pienso añorando lo que ante ella es la pasión de esta pareja. Ahora esta como testigo, emulando algo que quizá en algún momento pudo sentir, pero no encontró cómo apoderarse de la belleza de tan fuerte sentimiento para poder sostenerlo. Las heridas profundas las llevó abiertas durante toda su vida, sin que dejaran de supurar.

Pero para poder entender lo que hay por detrás de una mirada así, hay que conocer un poco de su historia. Así que dejaremos a los novios comiéndose a besos mientras escudriñamos en su biografía.

Criada en un entorno lleno de influencias de la sociedad literaria victoriana, Adeline Virginia Stephen, vio la luz por primera vez en Londres en 1882. Nacida en una familia de esas que hoy parecen tan normales, donde “tus hijos los míos y los nuestros” llenaban una casa cubierta de una necesidad compulsiva por el conocimiento, impulsada por un padre novelista y escritor.

Y es justo ahí donde un velo oculto transita hacia esta parte obscura de secretos que marcan el dolor, fuente de sus desavenencias rompiendo a brochazos su espíritu. Poco a poco como mala hierba, se fue instaurando una sombra, generando un daño que la marco de por vida y es que el abuso sexual perpetuado por sus medios hermanos, dejó una inevitable herida que despedazo su frágil alma.

En el número 22 de Hyde Park Gate, en Kensington los muros fueron testigos de la crianza de Virginia y de Vanessa su hermana que, a diferencia de sus otros hermanos, no recibieron una educación formal. Los estantes llenos de libros y un par de tutores fueron suficientes para permitirles volar y cultivar sobre todo en el caso de Virginia, una mente brillante.

La familia tenía una bella casa llamada Talland House,  con vistas a la playa de Porthminster y al faro de Godrevy. Todavía se alza en el mismo lugar, aunque ha sufrido inevitable su metamorfosis con los años y hoy luce alterada. Ahí los recuerdos de esas vacaciones familiares y las improntas, especialmente del faro de Godrevy, la llenaron de la ficción que necesito para escribir en años posteriores, Al Faro.

Tenía Virginia 13 años cuando sufrió la primera depresión a causa de la muerte de su madre. Sin poder recuperarse del todo, a los 15 muere su media hermana de peritonitis en su luna de miel y esto recrudeció más aun su pesar más profundo, poniendo un permanente sufrimiento en su alma rota. A la muerte de su padre a los 23 sufrió una crisis brutal por la que tuvo que ser internada.

“El cerebro se encontraba en perfecto estado. Seguro que el mundo tenía la culpa de que no fuera capaz de sentir.”

A los treinta años, se casó con el escritor Leonard Woolf de quien tomo el apellido con el que escribió desde que se caso a la edad de 30 años. Lo conoció en Bloomsbury un barrio donde fue a vivir con su hermana, refugio de grandes artistas y escritorios. El economista y a pesar de su bajo rango social y económico, ella lo escogió. “Un judío sin un céntimo” escribió alguna vez en su diario.

La pareja compartió un lazo muy fuerte pese a los altibajos emocionales que la envolvían, estados bipolares que le hacían sentir las heridas que guardaba en lo profundo con tanta fuerza, que le impedía disfrutar el amor que por él sentía.

“Cuando no puedo ver las palabras que se enroscan como anillos de humo a mi alrededor, estoy en la oscuridad, no soy nada.”

The New York Times publico el 19 de abril de 1941, “Se encontró el cuerpo de Virginia Woolf en el río Ouse, cerca de su casa de campo a la edad de 59 años. La escritora se ha suicidado.” Quien llega a perder la vida en sus propias manos, se ha constreñido en una visión de túnel como una solución para dejar de sentir tanta aflixion, porque el mundo que lo oprime no le presenta ninguna otra opción.

¿Podría ser que los amantes frente a ella le pudieran evocar recuerdos que la torturarían si pudiera en verdad estar aquí?  ¿Acaso la polaridad cobra un significado profundo, solo en quien conoce el dolor en cada poro de la piel y supura mientras puede contemplar un amor así? Quizá esa fuerza que actúa como una pulsión central en la vida humana, no como algo individual sino como una experiencia relacional, abre el espacio para escogerse todos los días y poco a poco va integrando la dinámica en las raíces de transformar una palabra como “yo” en “nosotros” y la cataliza en una experiencia de expansión, cuando se tiene una mente relativamente sana.

Entonces regresamos a los besos mezclados con risas empapando con una luz especial la terraza y es tanta, que ningún mesero les pide que se comporten.

Yo, sonrío al verlos, hay un halo que mezcla lo posible con la magia. Un encuentro entre la plenitud de un momento y la posibilidad de sostenerlo. Paso por enfrente de Virginia y por un segundo percibo lo mucho que debió dolerle tener tan cerca el amor y no poder inhalarlo hasta encarnarlo hasta los huesos.

DZ

Por Claudia Gómez

Twitter: @claudia56044195

Algunos conceptos fueron tomados del capítulo siete de “Love, separation, and reconciliation: sistémic theory and its relationship with emotions.

Phil Arthungton and Paula Boston.

Gracias Dr. Javier Vicencio por poner el texto en mis manos.