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Agnodice

Aplicaré los regímenes en bien de los enfermos,

según mi saber y entender y nunca para mal de nadie.

Hipócrates. 400 A.C.

Los débiles registros que hay en las fuentes sobre la época presentan el primer problema. Se reviste un halo de leyenda difícil de probar. El siguiente escaño está en vencer el obstáculo temporal que se mediatiza encontrando cómo poner los pies en otro tiempo y a tanta distancia.

El idioma, sin duda, será otro problema, las necesidades tan distintas a las nuestras, la interpretación de los hechos con esa mirada del mundo helénico. Pero todo se franquea cuando la fuerza que brota de la intención se vuelca en la voluntad para ejercer el papel de narrador.

Una hoja en blanco va dibujando la llanura ateniense bordeada por macizos montañosos. La polis se levanta con elegancia siendo uno de los centros culturales e intelectuales más importantes de su época. Las calles terrosas se encaminan hacia los barrios con las casas construidas de ladrillos sin cocer. El sol de mediodía baña con suaves tonalidades la imagen de la piedra caliza y el mármol en las columnas.

Las tejas se vuelven testigos de la vida familiar y una puerta de madera se abre para ingresar al bello patio donde un abeto blanco procura la sombra de la residencia de una familia de la alta sociedad.

Agnodice se mira en el agua clara de la fuente que se encuentra en el patio principal antes de salir. Corre el siglo IV A.C. La ciudad está sufriendo cambios como antesala de una nueva época. Convencida de lo que quiere hacer con su vida, se corta el pelo y deja su pulsera de oro sobre la cama. Coloca el pesado peplo de lana sobre la silla y se aprieta los senos con unas fajas de lino. Termina su disfraz de hombre y sale por la puerta con su atuendo de estudiante rumbo a la escuela del célebre médico de Alejandro Magno, Herófilo de Calcedonia en Alejandría.

El padre le da unas monedas y la despide en la puerta. Va cargada de inteligencia, astucia y valentía para hacerse un hueco en el mundo de la medicina, donde las mujeres han perdido cualquier posibilidad de ejercer. Algunos arguyen que se les quitó el derecho por practicar abortos, otros por el poder que había en el papel que ejercían las parteras. El hecho es que no había forma de estudiar medicina en ningún lado, si no se entraba siendo hombre.

Mientras la mira subir calle arriba, el padre sonríe pensando que su audacia puede costarle caro, ha accedido a sus deseos, no la verá pasar del hogar paterno para depender de un marido al que tendría que servir y darle descendencia, como era el destino de las mujeres atenienses.

En poco tiempo se vuelve, sin duda, la mejor estudiante, recibió instrucción en el conocimiento de los astros que nutría la sabiduría de los caldeos, concentrando sus estudios en los eclipses solares y lunares, encontrando que ocurrían en un orden determinado. ¿Acaso interpretó su papel a la perfección? Quizá la posibilidad de que en Alejandría había una posición más abierta hacia el estudio de las mujeres le hubiera facilitado tan grandiosa empresa.

Un par de años después regresa con todos los títulos necesarios y empieza a ejercer escondiendo su verdadera naturaleza.

Un parto complicado, una mujer que no se dejaba tocar, hasta que ella devela su secreto, la vuelve famosa entre el círculo de féminas acaudaladas de la ciudad.

Con una consulta llena, dada su gran eficacia y su gran profesionalidad, generó envidias a sus colegas. Éstos, sin poder encontrar una razón para acusarla de mala praxis médica, encontraron que, acusándola de relacionarse indebidamente con sus pacientes, e incluso haber violado a alguna de ellas, sería motivo suficiente para quitarla del medio.

Y no estaban errados, las calumnias surtieron efecto y Agnodice fue llevaba ante un tribunal. En el banquillo de los acusados tenía sólo una manera de salvarse, pero significaba que la juzgarían por engaño y eso significaba la muerte. Desnuda ante los arcontes y magistrados, además de la sorpresa, los ojos de quienes la miraban estaban cargados de juicios que aseveraban la inferioridad de las mujeres.

Con su desnudez consigue anular automáticamente las acusaciones de violación, pero como bien lo sabía, se la acusó de un delito peor; el engaño. El veredicto del Consejo del Areópago fue “culpable”.

Un vuelco inesperado se devino, las mujeres de la ciudad, esposas de políticos y gobernantes, se levantaron en masa. Una revuelta llena de consignas en contra de quienes pretendían enjuiciar a Agnodice generó una parálisis en la ciudad. —Si ella no puede acercarse a nuestros cuerpos enfermos, tampoco lo haréis vosotros a nuestros cuerpos sanos —gritaban. Inclusive estaban dispuestas a correr la misma suerte, morirían a su lado si no la absolvían.

Por ningún motivo dejarían que lincharan a su ginecóloga, esa que había salvado cientos de vidas y había calmado el dolor de tantos partos.

Presionados por la multitud, los magistrados la absolvieron. No sólo le permitieron continuar en el ejercicio de la medicina, si no que, al año siguiente, el Consejo Ateniense derogó la ley y autorizó a las mujeres a estudiar dicha carrera.

Ahora, con la melena suelta y envestida con su peplo drapeado, sujetado con botones y broche, se coloca el chal que se había quedado guardado durante tanto tiempo. Suponer que el padre orgulloso la miraba mientras emprendía un llamado al otro lado de la Acrópolis es, quizá, un atrevimiento, pero me gusta pensar que quizá continuó ejerciendo su profesión de ginecóloga, aglutinando un montón de conocimientos puestos en práctica hasta el final de sus días.

Mito, realidad, hecho histórico o no, nunca lo sabremos. Los restos de los grandes edificios que todavía se yerguen en el paisaje guardan su nombre y el significado que impulsa su existencia.

DZ

*Cayo Julio Higinio de origen hispánico natural de valencia (64 AC-17 DC). Liberto de Augusto, encargado de la Biblioteca Palatina, es quien registra su historia.