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Antonieta, Vasconcelos, Henestrosa… (historias de amor y de inmortalidad)
Foto de @regi_santiago

Por Regina Santiago Núñez

Un recuerdo de Andrés Henestrosa Morales siempre en el corazón; siempre presente.

Mi intención era estar en el restaurante unos minutos antes de la hora señalada para la comida con Andrés Henestrosa.  Mi intención ha sido siempre tratar de anticiparme a algunas cosas.  La vida se ha encargado de mostrar que uno no llega sino en el momento preciso; que el azar, tejedor de la gran trama, designa tiempos y espacios para los momentos importantes.  Hay entonces un momento para vivir el amor; un momento para evocarlo; un momento para transformarlo en recuerdo y otro para imaginarlo como pasaporte para otros mundos; para invocar su poder de inmortalidad.

Cuando llegué, Andrés ya estaba sentado con la mirada fija en el ventanal. Al acercarme percibí que aquellos minutos de soledad sirvieron para transportarlo a otros años, a otras épocas, a otras vidas, cuando el espacio que hoy ocupa el restaurante El Cardenal era el antiguo Hotel Del Prado. En aquellos momentos Andrés viajaba con el pensamiento. Recordaba cuando él, con la frescura de los veinte años, llegó de su natal Izhuatán, un pequeño pueblo de Oaxaca, a tratar de conquistar el alma de la ciudad de México, y lo logró.

Esperé unos momentos antes de acercarme y romper el encanto.  Andrés estaba absorto en sus pensamientos.  Cuando por fin me vio, sus ojos, su sonrisa, todo él estaba impregnado de una dulce melancolía.

-¿Quieres contarme?- pregunté.

-Quiero contarte muchas cosas…

-¿Quieres contarme dónde estabas cuando llegué; adónde te llevaban tus pensamientos?

-Los pensamientos me llevaron a lo que fue este mismo espacio en otros tiempos; a lo que fui yo mismo, en este espacio, pero cuando mi cuerpo era otro, no este cuerpo que a los noventa y siete años ya no quiere obedecerme, por más que yo me empeñe en que no me traicione.  ¿Sabes que no he podido dormir?  Hay muchas noches en que el sueño se me va y me lleno de angustia al pensar que el sueño ya no regresará, que ya no podré acudir a ese refugio donde el hombre no sólo descansa, sino que deposita sus temores, sus esperanzas y sus deseos.  El sueño, como la vida, se va escapando con el paso de los años. Cuando se es joven uno no aprecia ni uno, ni otra. Después las cosas suelen cambiar.

-Pero bueno… ¿no me vas a contar?

– Dime tú, ¿qué quieres que te cuente?

-Cuando llegué, ¿en qué pensabas?

-Pensaba en todo esto. Recordaba que hace ya muchos años, paseaba yo con unos amigos, precisamente por esta explanada que queda ahora enfrente de nosotros. Sentí entonces algo así como un golpe en la cabeza, en el corazón, en el estómago… Todo yo me estremecí con un sacudimiento inexplicable.  Estaba tan mal que tuve que sentarme en la banqueta; me invadió una tristeza indescriptible y comencé a sollozar sin poder contenerme.  Tiempo después supe que, más o menos a esa hora, ese miércoles 11 de febrero de 1931, Antonieta se estaba pegando un tiro en París, en la catedral de Notre Dame.

-Tu amor por Antonieta Rivas Mercado…

-Mi amor y el dolor por el amor perdido; derrotado.  A pesar de que habíamos muchos que la queríamos, que la admirábamos, que hubiéramos dado cualquier cosa por permanecer a su lado, para Antonieta eso no era suficiente.  Su corazón se atormentaba buscando amores imposibles, como el del pintor Rodríguez Lozano o el de José Vasconcelos.

-Amores que destruyen…

-El amor igual construye que destruye.  Su fuerza, su poder, siempre necesita un cauce. El amor siempre duele; nunca es fácil.  Hay que aprender a convivir con ese dolor, con esa angustia; si no, te mata.  Antonieta se perdió en la tormenta y en el tormento de sus pasiones.  No en balde eligió suicidarse con la pistola de Vasconcelos.  Era una especie de símbolo; un mensaje.  Yo jalo del gatillo, pero tú me proporcionas la estructura de mi muerte.

-¿Vasconcelos nunca la amó?

-Vasconcelos siempre pensaba en sí mismo.  Una tarde, muchos años después de la muerte de Antonieta, lo encontré en una reunión con unos amigos.  Bebimos mucho; se hizo noche.  Para la madrugada sólo quedábamos él y yo; y seguíamos bebiendo.  Los músicos habían tocado aquella canción que decía: Cuando tú te hayas ido, me envolverán las sombras… Vasconcelos se sumergió en su nostalgia, y estoy seguro que mi presencia le hizo evocar a Antonieta con el aguijón del remordimiento de aquel que ha traicionado a quien lo ama.

-Entonces, ¿tú crees que sí llegó a amarla?

-¿Quién puede juzgar el amor de los otros? ¿Sabe uno mismo si ama? Vasconcelos se amaba a sí mismo; Antonieta quería que él la amara. Esa es la historia que yo percibí; esa es para mí la verdad; pero nadie puede comprender a ciencia cierta lo que ocurre en el corazón de los otros.

-¿Qué más te dijo Vasconcelos aquella noche de nostalgias?

-Me contó… me contó que la última noche, estando los dos en París y después de una amarga discusión, Antonieta le marcó a su cuarto del hotel. Le dijo: Sólo quiero hacerte una pregunta: ¿todavía me necesitas? Vasconcelos respondió: Tú bien lo sabes,  nadie necesita de nadie.   El hombre siempre está solo. Nadie necesita de nadie.

Con esa última frase quedó sellado el destino de Antonieta y su amor sin esperanzas.  Cuando Vasconcelos terminó su relato, me miró con tristeza y me dijo: ¡Ay, Andrés! Aquella noche respondió el filósofo, no el hombre. Vasconcelos me había buscado para hacer una confesión. Yo me le quedé mirando, pensando qué responder.  Al final no pude decir nada; al final sólo me quedé callado.  En aquel silencio, cada quien con sus propios fantasmas y recuerdos, los dos lloramos.

Cuando Andrés terminó su relato, yo tampoco supe qué decir.  En el silencio, buscó mi manó cómplice, sonrió y me dijo: ¿Vas a escribir todo esto que te he contado?  Aquello, más que una pregunta era una afirmación, buscaba un compromiso.

-Lo intentaré, dije también sonriendo.

-Sé que lo harás.  Vale la pena.

-Desde luego que vale la pena…

La vida, ese río siempre misterioso, fluye constante e imperceptiblemente hacia la eternidad.  La palabra, transformada en relato, vivencia, memoria, sacia en el ser humano la sed de inmortalidad.

Al buscar mi mano cómplice,  Henestrosa fijó en mí su mirada, pero también su angustia, sus anhelos y su esperanza.  Nos hizo –a mí que escribo y a ti, lector cómplice que has llegado conmigo al final de este relato – partícipes de un ritual para renovar la fe en el poder del amor; el poder de la memoria; la inmortalidad a través de la palabra.

(Andrés Henestrosa nació en San Francisco Ixhuatán, Oaxaca, el 30 de noviembre de 1906. Murió, a los 101 años de edad, el en el DF, el 10 de enero de 2008).

Esta conversación tuvo lugar en la ciudad de México, el viernes 31 de octubre de 2003.

Escucha a Susana Harp interpretando La Martiniana (letra de Andrés Henestrosa).

Correo electrónico: regina.santiago@live.com