A 249 días de la elección presidencial el gobierno del presidente Peña Nieto se encamina hacia un fin de sexenio cuesta abajo. Porque como bien me dijo un experimentado analista político lo que viene para el país no es un difícil trayecto de subida sino una bajada sin frenos en la que el choque final … Continued
A 249 días de la elección presidencial el gobierno del presidente Peña Nieto se encamina hacia un fin de sexenio cuesta abajo. Porque como bien me dijo un experimentado analista político lo que viene para el país no es un difícil trayecto de subida sino una bajada sin frenos en la que el choque final parece inevitable.
El pronóstico tan pesimista tiene bases en la realidad. Tan solo en este momento, el país no tiene a un procurador o procuradora general de la República, sino a un encargado de despacho que probablemente concluya este sexenio en esa posición; no tiene tampoco un fiscal encargado de delitos electorales ya con el proceso en marcha —pues fue removido por el encargado de la PGR que llevaba apenas cinco días en el cargo— y tampoco hay un fiscal anticorrupción porque el gobierno no ha buscado impulsar un acuerdo en el Congreso de la Unión.
Por si eso fuera poco, esta evidente debilidad institucional coincide —y quizá no sea casualidad— con el año más violento en lo que va del sexenio. Para ser más precisos, en lo que va del 2017 se han cometido más homicidios que en todo el año pasado y se perfila como un periodo más violento incluso que el peor año del gobierno de Felipe Calderón, con el agravante de que al menos en ese momento se reconocía que estábamos ante un problema nacional que merecía atención.
Hoy tenemos el mismo nivel de homicidios pero sin un debate público, pues el tema es evadido sistemáticamente por los responsables de enfrentarlo. La violencia ahí está, no así una explicación de sus causas ni una propuesta para hacerle frente.
Todo este clima abona a lo que el estratega Claudio Flores ha bautizado como la crisis nacional de impunidad. Un ambiente en el que los casos de corrupción son tan sonados como impunidad, pues si bien es cierto que hoy tenemos exgobernadores acusados, detenidos o prófugos como nunca antes, también lo es que para el gran público no hay una sensación de castigo de fondo. Las riquezas ilegales y las redes de complicidad siguen intactas, al tiempo que se mantienen sin atender las condiciones que permitieron los saqueos.
Con este panorama, cualquiera pensaría que el gobierno tendría que estar ocupado en atender las distintas emergencias pero no es así. Y no lo es porque su energía está enfocada en el único tema estratégico para su futuro: la sucesión presidencial.
Los funcionarios del gobierno siguen en los cargos correspondientes pero todas sus acciones parecen volcadas en sumar puntos de cara a la contienda presidencial del PRI. Ya sea desde Hacienda, Gobernación, Educación o Salud, los funcionarios se ven más concentrados en la operación política que en el impulso de las agendas de sus respectivos sectores.
Es así que llegamos al tramo final del gobierno con un cúmulo de expedientes abiertos —desde Ayotzinapa hasta los casos paradigmáticos de combate a la corrupción, pasando por la descontrolada inseguridad— en lo que apunta a un fin de sexenio muy accidentado.
Ojalá hubiera elementos para imaginar escenarios más alentadores para el país. Sin embargo, ante el poco interés de las autoridades por hacer lo que no se ha hecho durante los años anteriores, es probable que nos esperen meses de malas noticias, con la proximidad de un conflicto por el poder descarnado y sin instituciones que le puedan dar contención.
Los próximos 249 días perfilan un negro panorama para México. Nada me gustaría más que estar equivocado.