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El 10 de mayo de 1933, Hitler y los nazis cometieron un delito de lesa cultura al organizar la quema masiva de libros con el pretexto de purificar la cultura alemana. Estudiantes y profesores pertenecientes al Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán prendieron fuego, públicamente, a más de 25,000 libros, algunos de de autores judíos, otros de carácter pacifista, socialista o de oposición a su ideología. La hoguera de libros simbolizó la intención fascista del control total del pensamiento y fue el prólogo de crímenes y hostigamientos más severos.

Esta introducción a mi trabajo de hoy viene al caso porque el presidente Donald Trump, en un acto digno de los peores dictadores de la historia, a través del Departamento de Defensa de Estados Unidos, prohibió una lista de libros a nivel federal en las escuelas que financia y administra en el país y en el extranjero. Entre prohibir y quemar libros sólo hay un encendedor de por medio.

Al parecer, para el trumpismo la amenaza más grave para la juventud estadounidense no es el cambio climático, ni la violencia armada, sino la literatura. Sin darse cuenta que prohibir libros no protege a la niñez y a la juventud. Protege a la ignorancia. Lo dijo Maximillen Robespierre (1758-1794): “El secreto de la libertad radica en educar a las personas, mientras que el secreto de la tiranía está en mantenerlas ignorantes”

Desde el punto de vista psicológico la prohibición de libros revela, en quien la ordena, miedo. Resulta paradójico que un presidente con poderes nucleares, comandante en jefe del Ejército más poderoso del mundo, se asuste de una novela que trate asuntos raciales y de inclusión; de un ensayo cuyo tema sea la diversidad sexual; de un libro que cuente, con sentido crítico, la verdadera historia de Estados Unidos. La explicación del temor es indudable: los libros dialogan, cuestionan, recomiendan, critican y, sobre todo, obligan a pensar, actividad ésta no recomendable para aquellos que sólo saben corear: “Make American Great Again”.

Para Trump quien al parecer no ha leído nada que no sea el menú de McDonalds, el crear una policía del pensamiento, no es un acto de orden cultural, sino una confesión de inseguridad. El emperador ordena: “No lean, mírenme en televisión”. Y mientras la televisión aplaude, lo prohibido, los libros, se convierten en objeto del deseo. Cada publicación proscrita se convierte en fruta prohibida, la manzana de Eva en versión impresa. Lo que Trump no sabe es que al prohibir lecturas está creando ventas clandestinas, más adolescentes leyendo a escondidas lo que va a provocar crítica, sátira del sistema y, lo que más temen los políticos mal portados: memoria histórica,

Trump podrá prohibir novelas, tratados de filosofía y hasta diccionarios, pero nunca podrá prohibir lo inevitable: que sus acciones, discursos y aberraciones terminen impresos en un libro de historia en el capítulo titulado: “Errores que nadie debe repetir”.

Punto final

A la sonorense que tuvo el valor civil de expresar sobre su homóloga Citlalli Hernández que era cenadora, en cambio ella era senadora; a la que llamó sinvergüenza y servil a su par Olga Sánchez Cordero; a la que en un acto de generosidad sin precedente, regaló al municipio de Ures, Sonora, una ambulancia, usada y con placas de California; a la ejemplar legisladora que ha registrado 26 faltas y 64 presuntas asistencias al Senado en las que sólo pasó lista y se fue; a la senadora más afecta a los reflectores que a las reflexiones; a la gran patriota que opinó no sólo por ella, sino por todos los mexicanos a los que, previamente, consultó, en la cadena estadounidense Fox News que sería “absolutamente bienvenida la ayuda de Estados Unidos para combatir a los cárteles en México”; en fin, a Lilly Téllez, por sus múltiples méritos le regalaron un libro.

Y ella con gran modestia lo rechazó: “gracias ya tengo uno”.