En aquel tiempo, Palestina había sido conquistada por Roma. César Augusto, el emperador romano, había confiado el gobierno del territorio invadido a Herodes. Su primer título fue el de procurador. A éste algunos historiadores, a los que siglos después se les conoció como “los chayoteros”, lo llamaron Herodes El Grande. El remoquete de El Grande … Continued
En aquel tiempo, Palestina había sido conquistada por Roma. César Augusto, el emperador romano, había confiado el gobierno del territorio invadido a Herodes. Su primer título fue el de procurador. A éste algunos historiadores, a los que siglos después se les conoció como “los chayoteros”, lo llamaron Herodes El Grande.
El remoquete de El Grande le vino porque llevó a la práctica, durante los años que dominó en Palestina, grandes obras urbanísticas. Historiadores de poca monta han escrito que él inventó el celebérrimo apotegma “Sin obras no hay sobras”, que más tarde se apropiaron -entre millones de pesos procedentes del erario- algunos político mexicanos.
Al parecer el procurador se cansó… del título y mediante la intriga, su servilismo hacia los romanos y su crueldad para con sus enemigos lo llevaron a ser gobernador y, más tarde, proclamado rey de Palestina, reconocido por César Augusto.
En aquel tiempo Palestina estaba dividida en cuatro regiones: Perea, Judea, Samaria y Galilea -siendo ésta la que estaba más buena… es decir, la más pródiga y con mejores tierras, además se ubicaba alrededor del “Mar de Tiberiades” o “Mar de Galilea” o “Lago de Generaret”, situado a 210 metros sobre el nivel del mar.
En la parte norte y montañosa de Galilea se encuentra Nazaret, la población donde vivía un carpintero de nombre José y su compañera María. Aquí el termino “compañera” no está usado en el sentido marital debido a que María, como siempre se ha dicho y pregonado, era virgen. Pero vivían juntos, así que los podemos calificar de compañeros sin llegar a ser esposos.
Mientras José usaba la garlopa para igualar la superficie de una mesa que le habían mandado hacer y María zurcía una ropa que le había encargado una vecina dada la fama que en toda la población gozaban los zurcidos invisibles que hacía la amigovia del carpintero, éste le comentó: Mujer, te cuento que ya salió el edicto del emperador César Augusto en el que nos ordena a todo aquellos que somos súbditos del imperio romano empadronarnos.
¿Empadronarnos? -preguntó María, que además de virgen era ignorante de las cuestiones ciudadanas.
Sí, empadronarse es inscribirse en una lista para saber cuántas personas somos en el imperio. Así que tendremos que ir a Judea para de ahí transportarnos a Belem, que es el lugar donde nos toca empadronarnos. En cuanto termine el trabajo le pondré los aparejos al burro para iniciar la peregrinación.
(Nota del autor: Aunque el relato trate de un suceso ocurrido en la antigüedad, está escrito en el presente cuando las palabras amigovio y amigovia ya fueron aceptadas en la 23ª edición del Diccionario de la Lengua Española, con la acepción: persona que mantiene con otra una relación de menor compromiso formal que un noviazgo).
Belem
Ocho días tardó la pareja en recorrer los 140 kilómetros que hay entre Nazaret y Jerusalén. Tuvieron problemas para atravesar la región de Samaria, debido a que la población, en señal de protesta por la desaparición de 43 estudiantes de Cisjordania, tomaba los caminos y no dejaban pasar a nadie durante horas.
Agotados por el esfuerzo. María y José entraron a Jerusalén. “Sólo nos faltan 8 kilómetros -dijo José optimista-, para llegar a Belén, nuestro destino”.
“Sí, pero yo ya no puedo más” –expresó María con una impaciencia inédita. “Ya tengo los dolores muy seguidos y siento las patadas del bebé”.
José frenó al burro y cuestionó a la mujer que venía encima de él -del burro, no de José. ¿Cómo que los dolores son más seguidos y que sientes las pataditas del bebé?.
“Estoy embarazada”, dijo María con resolución.
Lo dicho por la mujer le cayó a José como ice bucket challege. “¿Cómo es que vas a tener un hijo si tú y yo nunca… ¡Ah, con razón ibas tan seguido a la pescadería! Debí imaginarlo”.
“No José, no es lo que imaginas -dijo María con dulzura-, apenas me casé contigo recibí la visita de un ángel. Él llegó y me dijo: ‘Salve, llena de gracia, el Señor está contigo. No temas María. Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús’”.
José, que era más ingenuo que un ahorrador de Ficrea, se tocó la frente y al no sentir protuberancia alguna le creyó a María a pies juntillas: “Me hubieras avisado antes para ir ahorrando, no que ahora estamos en una población que no es la nuestra y sin dinero. Tendremos que pedir posada”.
Y así lo hicieron, sin conseguirlo, durante el trayecto entre Jerusalén y Belén. Cuando María no podía más vieron un pesebre de un establo abandonado. “Ahí podrá nacer -José no se atrevió a decir “nuestro”- tu hijo”.
Aquí entra en el relato un hombre que le señala a la pareja una casa a todo lujo que está frente al pobre establo. “Permítanme atenderlos -zalamero les manifiesta a la pareja- tengo órdenes de mi patrón de hacerles llegar este escrito y de acomodarlos en esa casa”.
José leyó el escrito: “Licenciado en carpintería don José, estimada señorita María: Sabedor que serán ustedes padres de un hijo que obrará milagros, ponemos a sus órdenes la mansión que tienen a la vista siempre y cuando el bebé que esperan haga a nuestro favor uno que otro prodigio. Atentamente Grupo Higa”.