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Cuando los temas del momento son la criptodivisa, llamada libra, impulsada por Facebook; el lanzamiento de la campaña, rumbo a la reelección, del embustero más grande del mundo, Donald Trump; la crisis migratoria provocada por la amenaza arancelaria del susodicho orate del peinado tipo queso de Oaxaca; la posible culpabilidad de Enrique Peña Nieto y de Pedro Joaquín Coldwell, en el caso de Fertinal en complicidad con el escondido –o ratita en fuga- Emilio Lozoya; y tantos otros asuntos; el redactor de esta columna viaja, con la imaginación –de las pocas cosas gratuitas que quedan en el mundo- a la primera mitad del siglo XX, en el marco del octogésimo aniversario de la llegada a México del exilio español.

Como escribí en la entrega del martes, mi transterrada familia llegó a México en el barco Mexique, estaba compuesta por mi bisabuela, Pascuala Verdejo de 97 años; su hija, mi abuela, Isabel Roldán de 62; su hija, mi madre, Concepción Ajenjo de 27; sus hijas, mis hermanas, Dolores de 2 años y María Isabel de un mes. Comandaban esta heterogénea expedición mi padre, Manuel Rodríguez de 31 años, al alimón con el Primer Actor del Teatro Español, don José Morcillo, padre putativo de mi padre, poco después padre del personaje de María Félix en la película Enamorada.

Los refugiados españoles que llegaron a México, por distintos medios, fueron muchos y de distinto origen, diferente índole y diversa catadura. Babel política de comunistas, liberales, demócratas, trotskistas, socialistas, anarquistas y republicanos a secas. Había obreros y artistas, amas de casa sin casa, maestros sin escuela, niños y ancianos, poetas y cirujanos, viudas y filósofos y juristas y cantantes de zarzuela. Buscaban trabajo, tomaban café y discutían a gritos. “Sólo hay una España: ¡la mía!”. Hubo uno que llegaba a las tertulias y gritaba: “Acepto controversias”. Con dignidad mitigaban su derrota.

Han transcurrido cinco años de exilio: la Segunda Guerra Mundial entró en agonía; a los 99 años, mi bisabuela Pascuala murió; mi padre se nacionalizó mexicano; nació mi hermana Concepción: la que sería mi familia fijó su domicilio en la colonia Guadalupe Inn, al sur del Distrito Federal.

Ahora estamos en el día 15 de septiembre de 1944, en aquel tiempo era costumbre, entre los habitantes de los barrios y las colonias de la capital, festejar la Independencia de México bombardeando, sin piedad, con cohetes las casas y los comercios de sus vecinos españoles, sin hacer distingos entre los de la H –tradicional y franquista- Colonia Española y los asilados republicanos. Agarraban parejo. “Todos los que pronuncian la ‘zeta’ son gachupines”. Al otro día, bombarderos y bombardeados se saludaban con respeto y sin rencores como si nada hubiese pasado. (Esta tradición pasó al olvido cuando el licenciado Ernesto P. Uruchurtu, regente del DF, abolió la quema de cohetes en la ciudad y los hijos de los españoles la pronunciación de la Z y de la C en nuestro lenguaje).

Mi padre regresó a casa justo cuando empezaron a estallar los primeros cohetes de la noche. ¡Pum! El abuelo subió a su cuarto, tapó sus oídos con algodón y se quedó dormido releyendo una comedia de los hermanos Álvarez Quintero. ¡Pum! En otra habitación, la abuela duerme a mis tres hermanas. ¡Pum! Les canta una especie de arrullo cuya letra acostumbraba improvisar según lo que fuera ocurriendo al momento. (La de esa noche debe haber versado sobre los mala sombras, hijos de su puñetera madre que con sus cohetes no dejan dormir a las pequeñas. Me cago en su estampa). ¡Pum!

Mamá comprueba que sus hijas y su madre ya duermen. Baja a la sala donde está mi padre. ¡Pum! El coheterío arrecia. Papá prende la radio para oír el Grito que da su tocayo el presidente Ávila Camacho. Puesto de pie y con respeto escucha el Himno Nacional que sucede a las palabras del cachetón mandatario. ¡Pum!

Cuando termina la transmisión radiofónica desde Palacio Nacional, la calle está borracha de alcohol y pólvora. La noche inhala humo y transpira euforia. El desmadroso Ejército Insurgente de vecinos y transeúntes sube de tono sus arengas: a los ¡Viva México! Le agregan la frase “hijos de su pinche madre”; a los mueran los gachupines la palabra putos o culeros –indistintamente. ¡Pum!

Un enardecido patriota, huérfano de parque y madre, arroja una botella del “mero mero” Ron Potrero que, estrepitosamente, se estrella en la puerta de la casa. –No pasa nada. Mientras no se meta un Pípila a prendernos fuego –comentó mi padre que ya había leído un poco de la Historia de México. –Si se mete un pípila, nos lo quedamos y lo engordamos para la cena de Noche Buena –dijo mi madre que ya sabía que en México a los pavos, además de guajolotes se les dice pípilas. Ríen y se miran con ternura. Amigos desde la adolescencia. Cómplices del mismo sueño y víctimas de la misma pesadilla, comparten vida y exilio. Los dos al mismo tiempo reparan en la canción que se oye en la radio. Es la misma que escucharon en Veracruz al bajar del barco: “Si tuviera cuatro vidas/ cuatro vidas serían para ti”. Se aman desde siempre. Apagan la luz.

¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Nueve meses después, la madrugada del 16 de junio de 1945 nací yo. –“¡Viva México, cabrones!”