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Hay idiomas donde una palabra significa una imagen o una sensación para la cual en castellano se necesitan muchas palabras o simplemente no existe dicho léxico. Cuando logramos entender que en otras lenguas hay conceptos distintos a los nuestros no solo abrimos la mente sino que descubrimos un camino que conduce a la empatía a través de las diferencias: nuestras posibilidades se expanden.

El terreno de las relaciones humanas se reproduce y espejea en la literatura —al fin y al cabo, las letras están tejidas por personas. George Steiner —un crack en literatura comparada— escribió que todo acto de recepción de una forma dotada de significado, ya fuere en el lenguaje, en el arte o en la música, es comparativo. Supo la importancia de estar abiertos a lo extraño: comparamos y seleccionamos. Si nos mantuviéramos en una burbuja de ignorancia no evolucionaríamos. Otro comparativista, Roman Jakobson, dictó que “ninguna argumentación filosófica o visión del mundo puede separarse del lenguaje, del estilo, de la retórica o del medio en que se representa o ilustra”. Aprendemos de la diversidad, y la diversidad nos enriquece. Los lenguajes cargan consigo la esencia de las culturas, al descifrarlos, no solo aprendemos términos nuevos, sino que intimamos con esa diversidad cultural.

Me recomendaron en una librería independiente, In-verso, una joya recopilada por Alex Pler titulada Hanakotoba: El lenguaje de las flores (pequeño diccionario japonés para las cosas sin nombre). En él encontré palabras bellísimas que nombran conceptos que en castellano necesitamos una oración para explicarlos. Por ejemplo: Akogare: “La admiración que nos despierta alguien con más talento que nosotros, de quien desearíamos aprender y seguir sus pasos”. Aware: “Asombro agridulce al presenciar un pequeño suceso lleno de belleza que sabemos irrepetible” (veo un enorme parecido con el Síndrome de Stendhal). Ikigai: Razón de vida, “la pasión o el propósito que nos motiva a levantarnos cada mañana dando lo mejor de nosotros mismos”. Datsusara: “El cambio de vida que emprende una persona al abandonar la seguridad de un empleo estable y remunerado que le aburre para dedicarse a aquello que realmente le apasiona”. Giri: “La sensación de estar en deuda con respecto a los demás debido a la presión social: las normas, convenciones y expectativas de las que no podemos escapar y que nos obligan a actuar de determinada manera para quedar bien”.

El exilio y la migración han sido —y son— fundamentales para aprehender varias lenguas y, por ende, varias culturas e ideologías. Lejos de odiar lo extraño o lo extranjero, podemos acercarnos y sacar provecho de su lado bueno, optimizar nuestro entorno y dejar un mejor lugar para los que nos precedan. Para descubrir palabras o conceptos que no sabíamos que existían basta mirar con atención al extraño en vez de tirarle piedras, quemarlo o repudiarlo. Sacudámonos el “giri” y no seamos uno más del hato de acarreados e ignorantes.