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En memoria de Romárico Arroyo, hombre congruente.

Uno de los desafíos de la política será asumir con acierto la nueva realidad. Es común para todos, particularmente en la oposición, la dificultad para transitar a una nueva circunstancia. No es la que inició el jueves con la constancia como Presidenta electa de Claudia Sheinbaum; histórico y esperanzador que una mujer sea Presidenta. La nueva realidad inició hace más de seis años con el triunfo de AMLO y sus aliados en las Cámaras del Congreso.

Asumir la nueva realidad implica entender al de enfrente y también a sí mismo. Los partidos históricos desde hace tiempo perdieron su interlocución o representatividad con la sociedad. PRI y PAN son muy diferentes a aquellos que impulsaron y negociaron la transición democrática. Un asunto mayor y adverso a todos es que el PRD haya perdido el registro, un actor relevante en la democratización que se vació al surgir el proyecto de López Obrador.

La nueva realidad implica nuevas reglas y también un entorno muy problemático para el Estado mexicano. La sociedad y sus élites han resuelto transitar hacia un régimen muy diferente al de la reforma política de 1996 y que llevó al gobierno a la alternancia en el poder, órganos electorales y de gobierno independientes y, antes, a la autonomía e independencia del Poder Judicial Federal y de la Corte.

La nueva realidad no es el regreso al pasado no democrático. Es diferente como lo muestra el consenso del que goza el gobierno que concluye, a pesar de los pésimos resultados en las responsabilidades que le correspondieron y del deterioro de la vida pública y de la soberanía nacional. La nueva realidad pasa por la ruptura con el pasado, con muchos de sus defectos y, desafortunadamente, con no pocas de sus virtudes como es el sentido de Estado y la coexistencia de la pluralidad.

Se avanza en un terreno inédito. Lo de ayer poco sirve y las dificultades del entorno, como es la crisis por el acotamiento del monopolio de la violencia y de la justicia, además de la verticalidad, la exclusión y discrecionalidad en el ejercicio del poder, trasladan la lucha más allá de las instituciones y de la civilidad propia de la democracia.

Es evidente que no se podrá andar el futuro con la vista vuelta atrás.