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Morena es un aluvión electoral y también, cada vez más, un insólito tejido de alianzas. Lo une todo el liderato de López Obrador, el programa que él ha definido y, cada vez más, el pragmatismo del posible triunfo.

La figura del líder es clave en el aluvión y opaca con su figura el resto del paisaje. Hace un par de meses me dijo un amigo ex priista, reinsertado al lopezobradorismo: “En este momento, Morena es un ejército donde hay un general en jefe y puros soldados rasos”.

Es imposible decir cómo quedará acomodado ese ejército después de la elección y cuál será su perfil real como fuerza gobernante.

Es imposible saber también, desde lo que puede leerse en la prensa, cómo está compuesto realmente ese partido y de qué tamaño es su militancia.

Morena encabeza una alianza de partidos y es el camino de Damasco de miles de políticos profesionales desgajados de otros partidos.

Los aliados, el Partido del Trabajo y Encuentro Social, dan cuenta del pragmatismo ideológico de Morena.

El PT es la única formación política de México que tiene en su programa la expresión maoísta “línea de masas” y el propósito de crear una “sociedad socialista”.

El PES es el primer partido confesional de la democracia mexicana, el brazo político de las iglesias evangélicas del país.

Morena, por su parte, se define a sí mismo como “una organización política amplia, plural, incluyente y de izquierda”. Pero, conforme se expande y atrae políticos de los rumbos más inesperados, va quedando claro que no es un partido de izquierda ni un partido ideológico.

Lo describe mejor este otro pasaje de su declaración de principios: “Nuestro partido es un espacio abierto, plural e incluyente, en el que participan mexicanos de todas las clases sociales y de diversas corrientes de pensamiento, religiones y culturas”.

Es un partido que aspira a cacharlo todo, a ser el nuevo recipiente de la diversidad nacional, a la manera del antiguo PRI donde todo cabía. Morena no quiere ser un partido, sino el molde de una nueva hegemonía nacionalista y nacional.

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