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(Segunda y última)

En este espacio el martes pasado hice una brevísima crónica del origen del arte popular del toreo y de su arraigo en nuestra cultura. Quiero aclarar que lo escrito va más allá de mi afición por la Fiesta Brava; es una defensa contra una prohibición que vulnera el derecho de quienes trabajan en esta manifestación artística y cultural. También acepto el alegato de los animalistas que están en contra del toreo por ser un espectáculo donde, desde su óptica,  se maltrata al animal. Pero, les pregunto a aquellos que perciben el  toreo como un ritual cruento: ¿Han presenciado en algún rastro como matan a las reses, cerdos y demás animales cuya carne se exhibe en los supermercados ? ¿Saben cuántos cientos de miles o de millones de reses mueren cada año  en condiciones de brutalidad para servir de alimento a los seres humanos?

Con todo respeto les pido a los adversarios del toreo que se enteren de las respuestas a las preguntas que hago antes de embestir contra un espectáculo que es “un motor importantísimo de la economía nacional”, como lo afirma el ingeniero Eduardo Castillo García en su magnifico libro Nuestro toro: “Alrededor del toro giran ganaderos, toreros subalternos, empresarios, transportistas, artistas, medios de comunicación, imprentas taquilleros, acomodadores, vendedores, monosabios… y una lista interminable de fuentes de trabajo”. Aquí yo agregaría a los vaqueros y caporales de las ganaderías; a los sastres de toreros; a los que manufacturan capotes, puyas, banderillas, muletas, espadas. A los que venden afuera de las plazas comida y souvenirs. En fin, toda una industria de la que viven millares de personas que perderían su trabajo si los animalistas se salieran con la suya

La gran causa de los animalistas que lograron la abolición de los animales en los circo, sin saber luego que hacer con los 4,500 animales que dejaron de actuar para morir de manera inhumana, es el toro bravo; del cual, podría apostar, es muy poco lo que saben sobre su crianza y vida en la ganadería antes de ser enviado a las plazas para ser lidiado a muerte.

Escribió el ingeniero Castillo: “Todos los misterios incluidos en su crianza —obviamente del toro de lidia— le dan esa majestuosidad que lo hacen el rey. Sin embargo, al contemplarlo en la quietud y grandiosidad del campo bravo, permanece con la tranquilidad de quien, sabedor de su poder y su capacidad, no se inmuta ante la presencia de nadie, mira desdeñoso al hombre, se da la vuelta y regresa a esa paz en la que aguarda su destino”.

El toro bravo no sólo es la base de la Fiesta Brava, es también la esencia de todo el ecosistema en el que vive, la base de la biodiversidad propia de la dehesa donde se desarrollan la flora y la fauna de la región donde ésta está instalada. Si el toro bravo desaparece con él desaparecerían cientos de animales y plantas que su presencia favorece.

Si el toreo desaparece se le daría la puntilla a un arte popular que forma parte de nuestra cultura. Remato mi escrito con una irónica frase del escritor español Rubén Amón (1969): “Si el toreo no es cultura, peor para la cultura”.

Anécdota

En los primeros años sesentas, acostumbraba asistir a las novilladas de la Plaza México acompañado de don Cacahuate, torero bufo, personaje de la picaresca taurina. En ese entonces todavía existía la segregación racial en algunas regiones de Estados Unidos, de donde venían a México turistas; algunos, por curiosidad, asistían a los toros. Una tarde don Cacahuate y yo teníamos adelante de nosotros una pareja de gringos que cuando el novillo recibió el primer puyazo, pusieron el grito en el cielo. Ambos voltearon hacía atrás, ella con los ojos cerrados, él con gesto de repulsión: Don Cacahuate les dijo: “No pasa nada, lo hieren, pero no por ser animal, sino por ser negro”.