Basta con abrir los diques de nuestra sensibilidad y recibir los revolcones estéticos que nos produce la belleza
Hay lenguajes crípticos que necesitan una llave o una contraseña para entenderlos —ocurre con la poesía donde la gramática y el lenguaje se alteran, en ellos impera la musicalidad y una visión asombrosa y nueva del mundo—. ¿Quién se ha sentido descolocado al no entender un poema? A todos nos ha ocurrido: la nave nodriza de los marcianos ha aterrizado y queremos establecer contacto con ellos. Pretendemos abrir las puertas de ese mundo; escudriñamos senderos, aflojamos los postigos de otras dimensiones, queremos ver más allá. La lírica confesional —ese cuartito interno donde nos arrodillamos para buscar la absolución al pecado de morder la manzana de la escritura íntima— nos desviste, expone crudamente nuestra carne y conjuga los verbos de los pensamientos y deseos que cargamos a cuestas, la sinceridad de los puntos cardinales de nuestra existencia, los motores vitales.
Altazor del gran Vicente Huidobro comunica su intimidad y sus pesadumbres vitales a través de un baile lúdico y la mar de infantil: nebulosas, planetas y telescopios que nos desplazan a la infancia, ese país en el que entendemos a nuestra manera los lenguajes del mundo y no tememos equivocarnos, simplemente entramos en el juego girando en el tiovivo de la feria, empollando el infinito en un nido que hacemos en el pecho, tirándonos de un paracaídas sin siquiera pensarlo.
“La nebulosa en olores solidificada huye de su propia soledad.
Siento un telescopio que me apunta como un revólver.
La cola del cometa me azota el rostro y pasa relleno de eternidad”.
Y el lenguaje se vuelve juego de kindergarten, objeto volador que nos abduce y lleva de viaje por el tiempo, saltamos del vientre materno y, como seres ingrávidos, nos posamos en la piel del planeta amor.
“Mujer, el mundo está amueblado por tus ojos,
Se hace más alto el cielo en tu presencia”.
“Haces dudar al tiempo
Y al cielo con instintos de infinito
Lejos de ti todo es mortal”
En la película de Peter Sellers Un jardinero con suerte el protagonista no ha conocido el mundo y, por diversas circunstancias, es confundido por un hombre sabio mientras él solo habla de las estaciones y del crecimiento de su jardín. Sus frases —de una simplicidad brutal— eran vistas por los “cultos” como la más profunda de las filosofías. Y es que sí, lo profundo y lo complejo se besan con lo sencillo, se entienden como dos amantes que se han dado a la tarea de explorarse con esmero y que conocen los recovecos más recónditos del otro. Para entender el lenguaje poético necesitamos de un sentido profundo de competencia —encontrar esa llave que nos abra las puertas del lenguaje críptico—, pero también hay un atajo: dejarnos llevar por la métrica, la musicalidad y las imágenes que nos regala la poesía, al igual que cuando caemos al vacío en el clímax del amor: “He aquí la muerte que se acerca como la tierra al globo que cae”.
Basta con abrir los diques de nuestra sensibilidad y recibir los revolcones estéticos que nos produce la belleza.