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Como propagandista de sí mismo, con la intención de obtener el Premio Nobel de la Paz, el presidente estadounidense aseguró que, durante sus gloriosos nueve meses en la Casa Blanca, ha resuelto “ocho guerras”. No se sabe cuáles, ni cómo, ni contra quién, pero eso es un detalle menor en la república independiente de Trumpilandia, donde la verdad es opcional y el ego, obligatorio.

Afortunadamente en alguien cupo la cordura y Trump, en su carrera por el Nobel de la Paz, quedó en segundo lugar empatado con el doctor Simi.

En verdad se necesita no estar en sus cabales, para pretender que el mundo crea que su política exterior ha sido tan eficaz que debería valerle el Premio Nobel de la Paz. Y no uno, sino varios: uno por cada guerra que “resolvió”.

Esto nos obliga a preguntarnos cuáles fueron esas ocho guerras de Trump. ¿La de Irak? ¿La de Afganistán? ¿La guerra de los botones con Corea del Norte? ¿O acaso cuenta como tal la que cada mañana sostiene contra su propio cabello para peinarse? Lo cierto es que, durante su mandato, Trump no ha resuelto ninguna guerra, aunque sí ha librado batallas épicas: contra los medios, contra la ciencia, contra los migrantes y, sobre todo, contra el sentido común.

No faltan quienes sugieren que las ocho guerras se tratan de conflictos internos: Trump contra los hechos, Trump contra el conteo de votos, Trump contra su propio gabinete. En ese caso, sí, quizás ganó algunas batallas.

Pero lo más admirable es su persistencia. En su universo paralelo, las sanciones son tratados de paz, los apretones de mano con dictadores son gestos de amor fraternal, y cualquier conversación telefónica es un armisticio histórico. Su sonrisa —que causa pesadillas entre los diplomáticos— es capaz de transformar los misiles en palomas de la paz sin que nadie se dé cuenta.

Imaginemos, por un momento, el escenario: Oslo, la capital de Noruega, engalanada para la ceremonia de entrega del Nobel de la Paz. Los miembros del Comité, con gesto resignado, se preparan para recibir al laureado. Entra Trump, con su traje azul marino, su larga corbata roja que le llega a la zona por la que se pasa promesas y tratados y con su característico bronceado artificial.

La presidenta del Comité, Berit Reiss-Andersen, toma la palabra: “Por sus esfuerzos incansables en resolver conflictos inexistentes y por haber logrado la paz en su cuenta de Truth Social, el Comité que presido otorga el Premio Nobel de la Paz al señor Donald Trump.”

Melania sonríe sin mover un solo músculo facial.

Trump se acerca al podio, toma el micrófono y, fiel a su estilo, inicia su discurso: “Gracias, muchas gracias. Este es el mejor Nobel de la historia, todos lo dicen. Obama recibió uno por no hacer nada, yo recibo este por hacerlo todo. Ocho guerras, ocho. Nadie lo había hecho antes, ni siquiera Lincoln, y él tenía menos seguidores en redes sociales que yo.”

Los miembros del Comité intercambian miradas de arrepentimiento Trump continúa: “Dicen que el Papa reza por la paz, pero yo la hice. Y gratis. Bueno, casi gratis. Noruega, deberían pagar más a la OTAN.” Un asistente, le recuerda que debe recibir la medalla. Trump la toma, la observa y pregunta si está hecha de oro de verdad. Acto seguido, la levanta y declara: “¡Es hermosa! ¡Me gustan las cosas doradas! Pero podría ser un poco más grande, ¿no? Tal vez con mi cara grabada al frente, en lugar de la de este anciano que me recuerda a Biden”

Pese a todo, su campaña por el Nobel no deja de tener mérito: un hombre que hizo de la exageración un arte, de la realidad una sugerencia, y de sí mismo una marca registrada. Bien podría ser el ganador del Premio Nobel de la Comedia Geopolitica, por haber resuelto ocho guerras en nueve meses sin moverse de un campo de golf.