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La semana pasada trajo malos augurios a la batalla electoral mexicana. El primero y más visible fue la reaparición del uso político del aparato de justicia, la costumbre de usar la Procuraduría General de la República para hacer política.

Reapareció la sombra de La Procu. Esta vez para atacar a un candidato presidencial, Ricardo Anaya, que aparece en el segundo lugar de las intenciones de voto. La posición electoral de Anaya, como sabe todo mundo, diluye la posibilidad de que el candidato del PRI pueda estar en la recta final de la elección.

La Procu no acusó a Anaya de ningún delito. Acusó a un personaje que hace años le compró a Anaya una nave industrial, mediante unas operaciones  financieras laberínticas, imputables de lavado de dinero.

Luego de no acusar directamente a Anaya, La Procu sugirió que el delito del comprador lo involucraba pues, tras la compraventa, podía haber otro delito, que estaba por investigarse.

Es decir, que Anaya estaba sujeto, por contagio, a  una investigación de lavado de dinero.

La grosera manipulación legal y mediática del caso, dio pronto la vuelta y, de ser amenazante para el acusado, se volvió un bumerán para los acusadores. No hubo mirada atenta que no viera en el caso una nueva historia de politización de la justicia.

La maniobra deja a las autoridades ante una   doble mala alternativa:

1. Reconoce que no hay investigación alguna contra Anaya y se retira de la aventura. 2. Profundiza la aventura, genera una carpeta acusatoria contra Anaya y procede judicialmente contra él, con todas las consecuencias políticas del caso.

La primera opción es aceptar la derrota y concederle a Anaya una victoria que le permitirá presentarse en la contienda en puerta como el  verdadero adversario independiente del gobierno.

La segunda opción convertiría las elecciones de 2018 en una batalla a puño limpio del gobierno con sus adversarios.

Apenas pueden exagerarse los efectos de polarización y enardecimiento que podría tener esta última opción.

Persistir en el camino judicial para eliminar a un adversario político puede llevarse de un golpe lo que le queda de aprobación al gobierno y acabar de hundir la candidatura que quiere beneficiar.

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