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Si algo ha dejado en claro la pandemia por Covid-19, es que nuestra especie, la específicamente humana, es mucho más vulnerable de lo que creíamos, y resultó ser mucho menos solidaria de lo que decía. La verdad me resulta poco estimulante, pero puede ser un buen punto de partida para enmendar el rumbo.

Un virus (ojo, no muy agresivo en comparación a otros) debe haber matado ya, según datos recientes de la Organización Mundial de la Salud (OMS) entre 6 y 10 millones de personas. Dos o tres veces más que las reportadas oficialmente. La vacunación en el mundo ha sido un gran fracaso. Se estima que el 90% de las vacunas se han distribuido en los países del G-20, entre ellos México. Covax, el mecanismo diseñado para apoyar a las poblaciones pobres de los países pobres, sólo ha podido entregar 65 millones de dosis de las 170 millones que debería haber distribuido a estas fechas. Las razones: insuficiente producción mundial de vacunas (cuyas patentes están protegidas por las potencias occidentales a pesar de los discursos que lo niegan) y falta de recursos para su financiamiento (a lo cual se había comprometido el G-7, el G-20 y todos los ricos, pues). Esos son los hechos que dan sustento al título de este artículo.

Queda claro que requerimos cambiar, en serio, si no queremos que los próximos problemas globales, que llegarán, sean de nueva cuenta catastróficos. El cambio climático u otra pandemia serían, por lo pronto, los más visibles en el horizonte, pero no los únicos. La insuficiencia alimentaria o la migración desordenada pueden agudizarse con facilidad. Nadie parece tener el poder ni la autoridad que reclaman los tiempos actuales para prevenirlos, para orientar el desarrollo de la humanidad en un sentido distinto al actual. A los organismos financieros internacionales les importa un comino lo que pasa en las dos terceras partes del mundo. La ONU ha mostrado también sus insuficiencias. Creo que sigue siendo la mejor opción, pero requiere reformas profundas que no son fáciles de lograr. Las grandes potencias tampoco están exentas de problemas internos bastante serios y, por eso mismo, seguirán incontenibles en sus afanes de dominación externos.

Una discusión que toma fuerza y tiene un buen potencial, se refiere al reconocimiento de bienes globales que nos son comunes a todos o, en principio, deberían serlo. Por ejemplo, si queremos resolver una pandemia, una vez desarrolladas las vacunas, estas deberían ser para todos, porque de otra forma no se resuelve la pandemia, solo se exhibe con más evidencia la inequidad. La conectividad a internet también debería ser un bien global común. Más de la mitad de la población mundial sigue offline, o sea, sin conexión, aunque tenga un teléfono móvil. Si se lograra un acuerdo sobre algunos de estos, se podrían empezar a cerrar las brechas de la desigualdad, que vaya que se han acentuado. La riqueza mundial se ha concentrado más en unos cuantos, como nunca antes.

Existen marcos referenciales e instrumentos que, en principio, permitirían avanzar en esa dirección distinta. La Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, el Acuerdo de París, la Declaración de los Derechos Humanos y diversas Convenciones Internacionales, son resultado de análisis rigurosos y largas discusiones que se convirtieron en resoluciones, en compromisos acordados, pero pronto se vuelven letra muerta. Ha faltado voluntad política para hacerlos realidad. Urge que haya resultados tangibles para recuperar la confianza.

Líderes e instituciones enfrentan hoy el mismo problema: una crisis de confianza. No basta con emprender nuevas reformas o crear más estructuras. Hay que dar resultados y los plazos son cortos. Las personas respondemos mejor a incentivos tangibles que a vagas promesas. La narrativa política tradicional, hueca desde hace tiempo, está agotada. Ya no motiva, acaso porque el mundo, después de la pandemia, también se transformó.

Pero la resiliencia que nos ha dejado la pandemia a todos los sobrevivientes, puede aprovecharse. Estamos hartos, en mayor o menor grado. Ese hartazgo puede sacudir voluntades. Nos vendría muy bien. Me preocupan sobremanera los más jóvenes, los niños. Un año sin escuela, sin vida social, pegados a una pantalla, en la virtualidad. Muy solos.

¿Será posible un humanismo digital? No lo sé. A veces le veo alguna posibilidad o por lo menos la imagino. El mundo virtual es, literalmente, plano. Te absorbe y te distrae al mismo tiempo.

Distorsiona la realidad porque la duplica, como espejismo. Acabas por ser víctima de los algoritmos que están en todos lados. En general, no abona al compromiso social, aunque tiene excepciones: ha permitido, por ejemplo, que surjan algunas comunidades de apoyo que de otra manera no hubieran sido posibles. La virtualidad nos vuelve a todos un poco más egocéntricos. Justo lo contrario de lo que necesitamos para afrontar con mejores resultados lo que venga.

Pero también en esa virtualidad hay oportunidades. Se construyen nuevas redes, algunas formas de trabajo son más eficientes y la información está siempre a la mano. No quiere decir que sea veraz, pero ahí está, a solo un clic y en unos cuantos segundos. Pienso que la tecnología nos hace menos vulnerables, pero no más solidarios. La tecnología no transmite valores. La familia, la escuela y la religión, como espacio de reflexión, son los que tradicionalmente se ocupan de hacerlo y hoy no pasan por sus mejores momentos.

La energía vital que requerimos para reconstruir mejor nuestros espacios tendrá que venir de la juventud. Creo que las mujeres jóvenes representan nuestra mejor carta. Percibo una energía mucho más vital en las líderes jóvenes que en los líderes viejos. Ideas frescas, mayor audacia, más credibilidad. Han ejercido la labor más trascendente durante la pandemia: el cuidado colectivo y el mantenimiento de vínculos afectivos. Han mostrado ser más efectivas que los hombres en tareas de las que habían sido excluidas históricamente. En las operaciones para el mantenimiento de paz de la ONU, por ejemplo. En la ciencia su liderazgo ha sido formidable. La participación igualitaria de la mujer es un tema de poder en el sentido más amplio. Urgen nuevas formas de ejercerlo y de repartirlo, a nivel local, nacional e internacional. Los nuevos consensos que se requieren para que los bienes globales comunes sean accesibles para todos, solo se podrán lograr a través de nuevas coaliciones, con nuevos actores, más mujeres, más jóvenes y una cultura sustentada en valores humanos que privilegien lo común.