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Cambió la motosierra por un micrófono y aprovechando la presentación de su libro La Construcción del Milagro, Javier Milei, presidente de Argentina, ofreció un concierto en el que con un desparpajo digno de mejor causa, agitando su melena setentera, cantó nueve canciones, cada una peor que la otra, no las canciones, si no la manera de interpretarlas. ¡Qué desvergüenza de tipo, ¿viste?!

Respeto al pueblo argentino. Tengo y he tenido amigos argentinos a los que quiero y a los que quise. Siento admiración por Borges, Macedonio Fernández, Fontanarrosa, Messi y Maradona, entre otros, pero, a los ojos del mundo, Milei es un presidente “en joda” para decirlo al más puro estilo tinoargen.

Al escuchar a Milei tuve un déjà vu, recordé a Abdalá Bucaram el mandatario ecuatoriano que sólo permaneció seis meses musicales en el escenario del poder, lo bajaron de éste, le quitaron la banda presidencial y le pusieron una camisa de fuerza.

Pero en el caso del polifacético y excéntrico Milei, la teatralidad musical hace las veces de cortina de humo. Hay que reconocerle un mérito: en medio de una crisis económica y política, logró que la mitad del país hablara de su show y la otra mitad se preguntara ¿quién gobierna mientras este loco canta?

Pero los acordes desafinados no tapan el ruido de fondo; en los entretelones del poder se escuchan denuncias menos poéticas y más terrenales que la música. Un ejemplo: el exjefe de la Agencia Nacional de Discapacidad, Diego Spagnuolo, amigo íntimo y abogado del Elvis Presley porteño, fue despedido tras la filtración de audios en los que se escuchó hablar de sobornos relacionados con la compra de medicinas y con la entrega de porcentajes a Karina, la intocable e omnipotente hermana presidencial, conocida al interior del gobierno como “El Jefe”.

Hasta aquí, aunque bajo el espejo de la farsa lo escrito es cierto. Ocuparé algo de espacio para describir los mitos y rumores de los cuales los argentinos han hecho un festival de la sátira. Por ejemplo, esa historia según la cual el presidente consulta el espíritu de su perro muerto a través de una ouija. Lo cierto es que Milei sí ha dicho —en entrevistas reales— que habla “espiritualmente” con su perro Conan. Pero lo de la ouija pertenece más al folclore digital: una invención de redes que creció como toda buena leyenda urbana.

También circula la idea de que el perro fue disecado y ocupa un rincón del despacho presidencial. No hay prueba alguna, salvo la imaginación del pueblo argentino.

Y si de rumores se trata, aparece otro clásico: que Milei sufre incontinencia nerviosa cuando enfrenta situaciones de tensión. No hay documento, testimonio ni video que lo respalde. No se precisa si la incontinencia es del uno o del dos pero el dato se repite en las conversaciones. Si fuera cierto, podría explicarse la inclinación presidencial por los trajes negros: disimulan todo.

Lo comprobable, eso sí, es que Milei disfruta hablar de su vida íntima en los medios: confesó practicar sexo tántrico, haber participado en tríos —90% con dos mujeres— y proclamarse “un amante energético”. En un país donde los políticos suelen disimular hasta el gusto por la pizza, su franqueza es algo extraño. Quizás por eso genera igual fascinación que rechazo.

Entre tanto, la economía cruje, los aliados se alejan, y el presidente encuentra refugio en el escenario, donde no lo interrumpen ni las estadísticas ni los periodistas. Si no logra bajar la inflación, al menos puede subir el volumen.

Mientras tanto, la Argentina, observa y alucina: Su presidente filosofa, practica tantra, defiende al perro reencarnado y sobre todo canta el estribillo de un país que, entre la risa y el espanto, todavía se pregunta si está viendo un gobierno o una gira de despedida.

Punto final

Estamos rodeados. Al norte, la Casa Blanca. Al sur, la Casa Rosada, ambas convertidas en manicomio.