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Ninguna necesidad había de que el Presidente quedara bajo sospecha de pretender su “reelección”. Tampoco de que su mayoría diputadil aprobara sin chistar (como sucedió con la Guardia Nacional y el abortado por el Senado mando militar) la reforma constitucional sobre la revocación de mandato. Menos aún que Andrés Manuel López Obrador improvisara la desafortunada frase “No soy un ambicioso vulgar”: ambición entraña proclividad obsesiva a conseguir fama, poder o riqueza (lo de menos es que tal aspiración sea vulgar o refinada).

El que Francisco I. Madero figure en el emblema oficial (junto con José María Morelos, Miguel Hidalgo, Benito Juárez y Lázaro Cárdenas) y que su lema principal fuera “Sufragio Efectivo, no reelección”, es para suponer que lo menos a que AMLO se atrevería es a perpetuarse en el cargo.

Por lo mismo, carece de importancia que, como ofreció, lo ponga por escrito donde celebra sus pláticas para desmañanados y que lo firme, como ironizó, “ya saben quién”.

Muy delicado es que, por iniciativa presidencial, se pretenda aprovechar las elecciones intermedias para ese referendo, y la razón es obvia: el Presidente no tiene derecho (si lo consiguiera en el terreno constitucional carecería del moral) a estar en las boletas con los aspirantes de su partido a presidencias municipales, diputaciones estatales y federales y 13 gubernaturas (Colima, Guerrero, Michoacán, Querétaro, Sinaloa, San Luis Potosí, Nayarit, Campeche, Sonora, Zacatecas, Baja California Sur, Chihuahua y Tlaxcala).

La sola idea es obscena porque, como sucedió en la elección presidencial, centenares de impresentables ganarían los puestos, no por méritos genuinos, sino por el toque divino de su líder máximo.

No solo: la revocación de mandato, que ha servido de muy poco y nada en las contadas partes del mundo en que se aplica (algunas desde mediados del siglo XIX), responde al reclamo y derecho de la ciudadanía a quitar del cargo a quienes la defrauden.

En el caso mexicano, lo aberrante es que sea sometida a consideración de los electores, no porque lo demande un amplio sector, sino el Presidente de la República.

La revocación debiera votarse a solicitud de otro poder, de la oposición, o de un porcentaje razonable de empadronados cuando el gobierno estuviera en serios problemas, pero no como ejercicio obligado impuesto desde el máximo poder y jamás como un mandato constitucional si es innecesario o no solicitado.

Querer hacerlo en la complejidad de las elecciones intermedias, explicablemente, genera confusión. Si por el uso político que tiene le resulta inevitable a López Obrador, lo correcto sería practicarlo al cuarto año, o cada dos.

Tiene sentido como instrumento para reencauzar la gobernabilidad en caso de una crisis política, pero nada sano traerá si de lo que se trata es de satisfacer demagógicos caprichos.