Pues sí están para saberlo.Florestán Les he contado que a eso de las ocho de la mañana del 3 de octubre de 1968 me despertó don Gabriel Alarcón Chargoy, dueño de El Heraldo de México, para reprocharme que me había dormido en la redacción, y el jefe de información, don Mario Santoscoy, le explicó que … Continued
Pues sí están para saberlo.Florestán
Les he contado que a eso de las ocho de la mañana del 3 de octubre de 1968 me despertó don Gabriel Alarcón Chargoy, dueño de El Heraldo de México, para reprocharme que me había dormido en la redacción, y el jefe de información, don Mario Santoscoy, le explicó que venía llegando de Tlatelolco, lo que era parcialmente cierto: por la tarde y noche había estado en la Plaza de las Tres Culturas y en la madrugada en el anfiteatro de la tercera delegación y en el hospital Rubén Leñero, central de la Cruz Verde. Al atardecer, bajo la lluvia, vi los cadáveres, que luego apilarían en el atrio de la iglesia, mientras ambulantes de sanidad militar se hacían cargo de los heridos y soldados de los detenidos, todos en la plaza, descalzos y mojados.
El primer reporte de que había comenzado la matanza lo envió mi compañero y amigo de tantos años Miguel Reyes Razo, al que fuimos a apoyar en medio del miedo, que luego sería incredulidad. Nunca había visto tantos muertos en mi vida. La muerte la había conocido unos días antes, en el Casco de Santo Tomás, en el Instituto Politécnico Nacional, frente a las instalaciones de la escuela de Enfermería Rural, donde civiles de la dirección Federal de Seguridad, de la Secretaría de Gobernación, a cargo de Luis Echeverría, con apoyo de militares, mataron a varios jóvenes. Esa noche nos refugiamos con Nidia Marín, compañera de aquella jornada, en el Rubén Leñero.
Al anochecer del 2 de octubre, la matanza era un asunto de la zona de Tlatelolco. En el resto de la ciudad, ya no se diga del país, se ignoraba la sangre que corría en la plaza, donde me encontré con Reyes Razo, con Sotero García Reyes y con Ramón Cossío, reporteros de El Heraldo. Como podíamos, con teléfonos de veintes, eran los públicos, los pocos que había, enviábamos información a don Mario Santoscoy, que armaba, con su serenidad inmutable, todo el rompecabezas de algo que no tenía cabeza.
Cerca de la medianoche, en autobuses, comenzaron a llevarse a centenaras de estudiantes que tenían formados frente a la Secretaría de Relaciones Exteriores. A un lado seguía la pila de cadáveres que trasladaron en unas camionetas grises a la tercera delegación de policía, hasta donde los seguí.
Al asomarme al anfiteatro, era imposible dar un paso o entender qué había pasado. Los cadáveres no cabían en las planchas y los tenían en el suelo, unos encima de otros.
De allí fui, colgado de una ambulancia de la Cruz Verde, al Rubén Leñero, donde los que no cabían eran los heridos.
Aún no amanecía y regresé cerca de la prolongación de Melchor Ocampo a recoger mi coche, que había dejado en un camellón. Allí seguía. Enfilé a la redacción de El Heraldo, me senté ante mi escritorio hasta que me despertó don Gabriel.
Y me dio la planta de reportero.
Mañana se cumplen 47 años y cuando renazca, volveré a hacer lo mismo, reportero, porque ha sido un privilegio.
Nos vemos el martes, pero en privado
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