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En elogio de Alejandra Moreno Toscano

En el año del señor de 1979, Alejandra Moreno Toscano convocó a un grupo de historiadores, entre los que me encontraba yo, a un gozoso encierro claustral, con derecho a mar y almejas y vino, en la escuela hotel del IMSS frente a la playa de Pichilingue, en Baja California Sur.

El encierro era para responder a la pregunta que la misma Alejandra Moreno había planteado: ¿Historia, para qué?

El espíritu provocador de la pregunta es obvio y retrata bien una preocupación a la que los historiadores vuelven sin cesar, en particular cuando cambian los tiempos.

Pero aquella pregunta tenía también un origen más prosaico y una intención más práctica. Había en ese año un batallón de gente llevando toneladas de papeles, dispersos hasta entonces, a su nuevo recinto.

Al terminar algunas jornadas de aquel traslado, en medio del polvo y las montañas de documentos viejos por acomodar, aparecía, tarde o temprano, la pregunta: “¿Qué sentido tiene todo esto? ¿ Para qué tantos papeles?”.

Alejandra Moreno había empezado su gestión como directora del Archivo General de la Nación en 1977, un momento de cambios prometedores para el país.

Entre ellos, el de la reforma política que emprendía el gobierno del presidente López Portillo, bajo la conducción de su secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles.

Historiador él mismo, Reyes Heroles entendió que los nuevos tiempos exigían una lectura distinta del pasado, una nueva visión de la historia, porque, como él mismo dijo en ese tiempo: “Una sociedad es lo que recuerda”.

Necesitaba hacer un llamado claro, desde el gobierno, para emprender la tarea: renovar nuestra memoria para renovar nuestro presente.

Tomó, al efecto, la decisión más simbólica que podía tomar. Convirtió un recinto público siniestro y abandonado, la cárcel de Lecumberri, en la nueva sede del Archivo General de la Nación, que se ahogaba, por falta de espacio y por inercias presupuestales, en diversos edificios del Centro Histórico de la ciudad, en Palacio Nacional, en el Palacio de Comunicaciones, en La Ciudadela y en La Casa Amarilla de Tacubaya.

Parecía una broma de mal gusto, pero era una decisión que tenía una racionalidad histórica profunda (continuará).