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En la memoria escolar de los mexicanos, Miguel Hidalgo es el anciano venerable Padre de la Patria, el padre de la Independencia nacional que los mexicanos fechamos en 1810.

Durante años, luego del levantamiento del pueblo de Dolores que celebramos como fecha de nuestra Independencia, Hidalgo fue sólo, en la opinión pública de entonces, un cura loco, jefe de unas turbas que arrasaron lo que hallaban a su paso, durante unos meses de violencia plebeya que destruyeron el Bajío, la región más rica de la Nueva España.

La Nueva España no se repuso de aquella destrucción. Este es el Hidalgo destructor que pintó José Clemente Orozco, con una bóveda incendiada a sus espaldas y con la mirada en trance, poseída, en su salvaje mural del Hospicio Cabañas de Guadalajara.

Es el Hidalgo del que el propio Hidalgo se arrepintió antes de ser fusilado, en Chihuahua, en 1811.

El hoy venerable anciano, Padre de la Patria, era en realidad un robusto y guapo párroco criollo de 57 años, volado por las ideas de la Ilustración, reconocido apetente de mujeres, agricultor experimental y conversador insuperable en las tertulias de la próspera ciudad minera de Guanajuato, donde la alta sociedad, criolla y peninsular, jugaba a las cartas y hablaba de política.

Desde 1808 hablaban obsesivamente de la invasión napoleónica, la cual había humillado a España, interrumpiendo la legitimidad de la Corona. Todo el imperio español de ultramar hablaba de la necesidad de independizarse de la Corona intervenida.

Las palabras dieron paso a la conspiración independentista. El cura de Dolores quedó apuntado en ella. Fue descubierto por las autoridades, junto con otros conspiradores: Allende, Aldama y la corregidora Josefa Ortiz de Domínguez.

Viéndose descubierto, el cura de Dolores se fugó hacia delante, llamó a la rebelión a los feligreses de su parroquia y, como el Quijote, se echó a los caminos, al frente de quienes lo siguieron, en defensa del monarca Fernando VII, derrocado por Napoleón.

Las consignas rebeldes del cura de Dolores fueron contra sus propios coqueteos ilustrados: “¡Religión y fueros!”, “¡Viva Fernando VII!”.

¿Cómo llegó este fantástico personaje violento, contradictorio y trágico, a ser el padre venerable, anciano sabio de nuestra Independencia?

Nadie ha hecho un relato mejor de su transfiguración histórica que Edmundo O’Gorman. Glosaré el relato de O’Gorman en los propicios días patrios que corren, como lo hice hace años, en estas mismas páginas.