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Fernando Benítez era tan buen editor como escritor. Era buen editor porque era buen escritor, porque reconocía en otros la calidad que había en él y se arrojaba sobre ellos para atraerlos.

En su trato con escritores y creadores no lo guiaban la competencia o la envidia, sino la admiración y la empatía. Servía con humildad lo que lo superaba, y ofrecía sin reticencias su precioso bien escaso: un lugar donde publicar, donde conectar con lectores y editores.

Nadie abrió tantos espacios a otros como Benítez en su paso por el mundo cultural mexicano.

Nadie fue mejor intermediario entre los lectores, la torre de marfil de los letrados y los intereses de la prensa empresarial.

Nadie hizo tanto por la animación profesional de la cultura, en la segunda mitad del siglo XX, como Fernando Benítez.

¿Qué subrayar de su ejemplo y de su herencia?

Primero, sobre todo, su espíritu de vinculación, de contacto, de traer la cultura a los diarios y la realidad a la cultura.

Segundo, el espíritu de abolición de las fronteras entre la cultura y la sociedad, los escritores y la vida pública, la novela y el reportaje, la historia y la crónica, el periodismo y la memoria, la denuncia y la celebración.

Tercero, diría yo, el optimismo, la alegría de estar en el mundo en una buena amalgama de entusiasmo y crítica. El ejercicio dual sugerido por Gramsci: pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad.

Cuarto, la resistencia, la capacidad de sobrevivir en el propósito a través de los años, pasando de “México en la cultura” de Novedades a “La cultura en México” de la revista Siempre!, al suplemento “Sábado” de unomásuno, al suplemento semanal de La Jornada.

Quinto, la generosidad de abrir espacios a otros, de poner y compartir la mesa.

No sé si estamos a la altura de esa herencia. Sé que sin pensar en esto, sin quererlo ni soñarlo, Fernando Benítez puso una vara muy alta para quienes venimos después.

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