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Epidemias en la Nueva España (2) - procesion
Procesión de Nuestra Sra. de Loreto por las calles de la Ciudad de México en 1727 para contener la epidemia de sarampión. Anónimo. Óleo localizado en el templo de San Pedro Apóstol en Zacatenco.

“La muerte ciriquiciaca, jalando su carretón, parece una sombra flaca, bailando en el malecón”, esta fue una canción infantil novohispana muy popular en el siglo XVIII, la cual fue inspirada por las terribles epidemias que asolaron el altiplano central, el Bajío y otras regiones de la Nueva España.

Esta sociedad no tuvo otra alternativa que continuar con su cotidianidad, encarando la enfermedad y la muerte que traían las constantes epidemias que asolaban estos lares, siendo su fe su única protección en contra de estos males.

Podemos afirmar que la epidemia más devastadora del siglo XVIII en la Nueva España fue el huey matlazáhuatl que se esparció y mató a decenas de miles entre 1736 y 1738.
El presbítero Cayetano Cabrera Quintero escribió en 1746 sobre esta terrible plaga en su obra Escudo de Armas de México. De formación religiosa, sabemos que Cabrera Quintero estudió en el Seminario Tridentino y que obtuvo el grado de doctor en Derecho en la Real y Pontificia Universidad de México donde impartió clases de derecho.

Se trataba de un intelectual de su época que hablaba latín, griego y hebreo que volcó todo su conocimiento al escribir esta magna obra al ser testigo de la terrible mortandad que desató esta epidemia.

Matlazáhuatl es una palabra náhuatl que viene de matlatl que significa red, y záhuatl que se entiendo por erupción cutánea, granos, sarna, por lo que se entiende como erupciones en forma de malla o red. Estas erupciones serían parte importante del cuadro sintomático de los contagiados por esta terrible enfermedad. Otros síntomas de esta enfermedad fueron sangrado por la nariz, boca y en ocasiones ojos, fiebre muy elevada que hacia delirar a los enfermos, disentería e intensos dolores de estómago.

Las personas que iban mejorando presentaban bubones retroarticulares, detrás de las orejas, los cuales podían llegar a reventarse. Algunos autores estiman que podía tratarse de fiebre tifoidea, tifo, incluso un hepatitis epidémica. Sin embargo, la forma en que se esparció por la Nueva España podría aportar algunas pistas sobre su misteriosa identidad.

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La terrible epidemia de huey matlazáhuatl llegó en octubre de 1736 a la Ciudad de México, puntualmente en la población de Tacuba, la antigua Tlacopan.

Existen hipótesis que la enfermedad pudo llegar desde cargamentos que provenían del el viejo continente o incluso en productos hechos de lana que venían desde el norte de la Nueva España.

Esta segunda teoría es coherente con el hecho que las primeras víctimas que enfermaron en Tacuba fueron trabajadores en un obraje de lana. Cuando empezaron con fuertes dolores de estómago y disentería, los obreros lo atribuyeron al haberse emborrachado con aguardiente días antes.

La epidemia siguió los caminos reales, siendo transportada por los enfermos, incluso por roedores y piojos si hacemos caso a la hipótesis que se trataba de tifo. Para enero de 1737 ya había enfermos en Calimaya, Metepec y otras poblaciones del Valle de Toluca, mientras que para febrero de ese mismo año ya se hacia presente en Cuernavaca, Cuautla y Oaxtepec.

En marzo la epidemia había llegado al Bajío, a Cholula, Acatzingo, Tlaxcala, Tepeaca y a la Ciudad de los Ángeles: Puebla. El matlazáhuatl era diferente a las epidemias que habían atacado la Nueva España, principalmente la del siglo XVI como el huey záhuatl (viruela), el tepiton záhuatl (sarampión) debido a que no hacia distinción racial ni de clase económica por lo que criollos, peninsulares, mestizos, mulatos e indígenas podían enfermarse de gravedad y morir.

Tampoco tenía distinción por sexo o edad. Incluso Angelica Mandujano y Mario Mandujano comparten en su texto “Historia de las epidemias en el México antiguo” que el sector más afectado por la segunda variedad de matlazáhuatl, una combinación de hepatitis epidémica con tifoidea, correspondía a la población económicamente activa, los hombres y mujeres mayores a 18 años, lo que tenía consecuencia que muchas familias quedaran desamparadas sin sustento al morir los padres y esposos, quienes llevaban el sustento a la casa.

Fue tan devastadora el matlazáhuatl que en Puebla enfermó y mató a siete mil 167 personas adultas, el 15% de su población. Cayetano Cabrera las terribles escenas de las que fueron testigo los frailes juaninos, así como los sacerdotes que atendían el llamado de sus fieles: “caía muerto el marido, moribunda sobre él la consorte y ambos cadáveres eran el lecho en que yacían enfermos los hijos.

Esta epidemia se llevó a 20 sacerdotes poblanos, a Benito Crespo obispo de la diócesis de Puebla, a dos regidores, al notario público de la ciudad Don Diego de Negra entre otros notables.

También fue alcanzado por el ángel de la muerte el experimentado cañero Juan Pérez, quien era responsable de mantener los caños y “tuberías” limpias y funcionando por al menos una década. Fue reemplazado por Miguel Saqueo, quien hizo evidente su poco conocimiento de la red que proveía a la ciudad del vital líquido.

Como consecuencia las fuentes públicas de la ciudad se secaron dejando sin agua a hospitales, conventos, hospicios y en general, a la población poblana durante esta tremenda crisis. Al mes fue despedido Miguel debido “al poco conocimiento que el cañero tiene de los acueductos”, por lo que fue nombrado el hijo del cañero Juan Pérez, Antonio, quien gracias a los años que trabajó con su padre poseía un extraordinario conocimiento empírico de las cañerías del centro urbano.

Durante esta epidemia, en las ciudades de Puebla, México, Valladolid y muchas otras las campanas de los templos se escuchaba a diario, así como día tras día se hacían procesiones por las calles de las imágenes más milagrosas y veneradas de las comunidades.

El último remedio al que se acudió en 1737 fue la jura y procesión de la Santísima Virgen de Guadalupe. La Virgen de los Remedios de Naucalpan, la milagrosa Virgen de Ocotlán de Tlaxcala, así como una variopinta diversidad de santos fueron muy visitados al solicitarles su intercesión para que detuvieran la plaga. Finalmente, el terrible huey matlazáhuatl fue declinando hasta desaparecer en 1738 dejando al menos 200 mil muertos.

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Me gustaría complementar esta narración algunas de las medidas que implementó el virrey, el Ayuntamiento de la Ciudad de México, así como el arzobispado por consejo del Dr. Ignacio Bartolache para combatir la epidemia de viruela de 1779, algunas de las cuales por su simplicidad remiten a aquellos planes establecidos en la Europa Medieval para luchar contra la peste.

Las enumero:

1. Se pondrán luminarias en las calles, con específicos, perfumes, y una hoguera perpetua entre el albarradón que corre de San Lázaro a la garita vieja de Texcoco.
2. Para mayor purificación del aire se dispararán algunos tiros de cañón.
3. Se procurará el aseo y la limpieza de las calles, ventilación de los templos y parroquias donde haya cementerios. Se aumentará la profundidad de las sepulturas, especialmente en los nosocomios.
4. En los hospitales, mientras se den los alimentos y medicinas se tocará el órgano.
5. Un plan de regocijo público, y se pondrán campanas de música en las calles para alegrar al pueblo.
6.-Establecer nuevos campos santos a las afueras de la ciudad para evitar que los cadáveres se acopien en las parroquias.

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A pesar del establecimiento de estas medidas, para 1833 la epidemia de cólera se hizo presente en el centro de México, causando estragos en pueblos, villas y en la gran Ciudad de México.

Guillermo Prieto, importante político liberal y escritor, escribió “¡De cuántas escenas desgarradoras fui testigo!, al referirse a la terrible hambre, miseria y mortandad de la que fue testigo.

Entre algunas de las escenas que dejó escritas en su obra Memorias de mis tiempos (1906) destaca aquella donde narra: “no olvidaré nunca el doloroso espectáculo que ofreció a mis ojos una madre que acababa de expirar en un gemido postrero, con el que despertó de su sueño en la cuna a una niña bella como arcángel, que riendo y traviesa jugaba con la cabellera profusa de su madre”.

Como consecuencia de esta epidemia, los panteones de San Lázaro, Tlatelolco y muchos otros se saturaron debido a la terrible mortandad que se calcula de 19 mil en la Ciudad de México.

A las afueras de las casas donde vivían las personas infectadas por el cólera morbus se colocaron banderolas amarillas, blancas y negras, al tiempo que los templos rebosaban de multitudes hincadas llevando velas pidiendo la intercesión de los santos y la Virgen para terminar con la devastación, mientras que en las calles se escuchaba el lúgubre chirrido de los ejes de madera de las carretas que transportaban los muertos amontonados para sacarlos de la ciudad.

Algunos remedios que fueron usados por la población en aquellos años fueron riegos de vinagre y cloruro, fumigaciones, parches que se pegaban en el cuerpo, guajes llenos de vinagre colocados detrás de las puertas, así como las velas encendidas en los altares familiares, las cuales iban acompañadas con plegarias y rezos.

Sin duda que no seremos ni la primera generación, ni la última en presenciar los terribles estragos que causan “los enemigos invisibles”, las epidemias.

Enrique Ortiz García

Divulgador cultural

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