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No es difícil entender por qué fue mudado a otra prisión Joaquín Guzmán Loera: poner fin a las inercias de lo que fue su ecosistema durante los cuatro meses que llevaba en su ya muy conocido penal del Altiplano, donde vivió casi año y medio, hasta la noche en que su segunda huida reveló la construcción de uno de los más inauditos túneles de escape.

Por más que se hayan mejorado las medidas para contenerlo, es lógico que no se le permita una estancia prolongada en la misma cárcel, por de “máxima seguridad” que sea, ya que de otra semejante, la de Puente Grande, consiguió también salir en enero de 2001.

Su traslado rompe también con los esquemas de sus abogados, a través de los cuales pudo no solamente escapar sino planear y echar a andar su hasta hoy frustrada incursión en la pantalla grande.

Custodiar criminales estimados de alta peligrosidad exige romper a tiempo con atmósferas de confort que se vuelven habituales y fragilizan las alertas y la disciplina.

Se intenta, aquí o en China, incrementar al máximo la certeza de que, en vías de su extradición, El Chapo no se fugue.

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