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Había un griego en Chetumal que tenía en su casa una panadería y en el patio de su casa una mata de mango que llamaban mangrova por querer decir que daba los mejores mangos del mundo.

Cada vez que el mango empezaba a dar frutos, en la azotea de la casa vecina del griego aparecía la pandilla de los cubanos, mis primos Camín y sus amigos, entonces todos menores de edad, todos arrebatados por el afán predatorio de cruzar a la mata de mango y tomar sus frutos.

Al efecto habían ensamblado un tablón que extendían de su azotea hasta una rama del mango, para cruzar a la copa de la mata y escoger su botín.

El griego notó la maniobra y se dispuso a impedirla con celo militar, llegando a mostrar alguna vez a la pandilla una escopeta admonitoria.

Sin efecto alguno. Los temibles cubanos siguieron extendiendo su tablón y cruzando a la mata sin ser notados, hasta que un día, mientras hacían sus cortes, empezaron a pelear entre ellos por los mejores mangos.

El griego salió al patio atraído por sus voces. La pandilla corrió de vuelta a su azotea por el tablón, pero el tablón cayó por las carreras, dejando en la mata, solitario, a un rehén.

A estas alturas, el griego peleaba ya su guerra de Troya. No discurrió mejor escarmiento que atar al pequeño rehén a su paleta de panadero y hacer como que iba a meterlo al horno de sus panes. El rehén volvió humillado y aterrado al seno de la pandilla.

En respuesta, la pandilla subió unas piedras grandes a su azotea y dispuso otro tablón, ahora en forma de palanca para improvisar una catapulta. Luego de algún ensayo, lograron que las grandes piedras cayeran sobre el techo de la panadería.

Las láminas del techo cayeron en un estruendo de óxido y polvo sobre el horno y sobre la masa fresca del pan que iba a hornearse el día siguiente.

La panadería del griego era la única que había en Chetumal, una hazaña civilizatoria, mediterránea, en un pueblo caribeño, ajeno al trigo. Volvió a ser ajeno al trigo el día siguiente, en que no hubo pan del griego en Chetumal.

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