A querer o no, ha sucedido algo insólito: los mayores partidos del país, el PAN y el PRI, han suspendido en sus derechos políticos a dos de sus miembros: el gobernador priista con licencia Javier Duarte, de Veracruz, y el ex gobernador panista Guillermo Padrés, de Sonora. Muchos han visto en estos actos de deslinde … Continued
A querer o no, ha sucedido algo insólito: los mayores partidos del país, el PAN y el PRI, han suspendido en sus derechos políticos a dos de sus miembros: el gobernador priista con licencia Javier Duarte, de Veracruz, y el ex gobernador panista Guillermo Padrés, de Sonora.
Muchos han visto en estos actos de deslinde político formas de oportunismo al pie del cadalso: una vez que los gobernadores son indefendibles y es evidente que serán quemados en la hoguera, los partidos sacan las manos y los dejan librados a su suerte para no quemarse con ellos.
No niego que ese es un ángulo del asunto, pero hay otro igual de significativo: bajo la presión de la opinión pública, bajo el clamor contra la corrupción y la impunidad que se ha apoderado de la imaginación y de las emociones políticas de México, los grandes partidos se han visto obligados a ceder y a entregar a dos de sus notables. Se dirá que faltan muchos. De acuerdo: faltan todos, menos éstos.
Lo importante no es que les suspendan sus derechos como militantes. Lo importante es que, una vez desconocidos, dejan de cuidarlos políticamente, de cabildear por ellos en el gobierno federal, en el Congreso y ante las instancias judiciales. Es decir, les suspenden la protección política, origen de todas las impunidades.
Duarte y Padrés quedan librados a su suerte. Los procesos de acusación judicial se precipitan sobre ellos y pasan de ser políticos protegidos a ser políticos prófugos.
No quiere decir que sean culpables, ni que les hayan probado los delitos que les imputan. Quiere decir que no cuentan ya con la protección de que gozaban, y deben arreglar sus cuentas con la justicia como cualquier hijo de vecino con recursos, sí, pero sin influencia política.
Yo veo en esto un triunfo de la opinión pública que hace ya algunos años está en el estado de ánimo de no tolerar la corrupción y la impunidad, rasgos estos los más visibles de lo que, hace ya algún tiempo, parece el principio de una revolución moral, o al menos de una revuelta, que terminará imponiendo sus reglas de decencia y transparencia sobre la vida pública de México.