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Ocho ministros y ministras de la Corte, entre ellos la ministra presidenta, Norma Piña, han presentado su renuncia al cargo en la fecha exigida por la mayoría oficialista del Congreso, para hacerse efectiva en agosto de 2025, según los plazos del mismo Congreso.

Lo mismo han hecho más de 845 jueces y magistrados del Poder Judicial, rehusándose con ello a participar en la disparatada elección prevista, por la misma reforma, para sustituirlos.

El mensaje que emite la renuncia de los ministros es el de una crisis constitucional, el de un Estado cuya Suprema Corte está en vilo, sin que haya certeza alguna sobre su sustitución.

El mensaje que emite la renuncia de jueces y magistrados del Poder Judicial es el de una enorme pérdida del capital humano, acumulado en ese poder a lo largo de los años.

No se podrá quejar el Congreso de desacato, desobediencia o ilegalidad en estas renuncias pues, como digo arriba, ministros, jueces y magistrados están tomando la opción de renunciar que les ha dado el mismo Congreso y dentro de los plazos que el propio Congreso definió.

Si alguien cree que esto no se volverá una crisis de legitimidad y de funcionamiento en el estado de derecho mexicano, está soñando.

Las consecuencias económicas, políticas y de gobernabilidad de esta desbandada judicial apenas pueden exagerarse.

Tienen ya un alto costo para el nuevo gobierno y lo tendrán más conforme aparezcan las fallas de ejecución y de manipulación de las disparatadas elecciones ordenadas por la reforma judicial.

Mientras queda en vilo el Poder Judicial, el Congreso acelera su aplanadora para forzar la aprobación de una nueva reforma constitucional en los congresos de los estados.

La nueva reforma inhabilita expresamente a la Corte, a los jueces y a los magistrados para resolver sobre amparos, acciones de inconstitucionalidad o controversias constitucionales que contradigan reformas a la Constitución hechas por el Congreso.

Los congresos locales han aprobado la reforma sin leerla, renunciando, entre otras cosas, a su propio poder para objetar los mandatos constitucionales que vengan del centro, aun si estos violan el pacto federal.

A todo esto el gobierno le llama supremacía constitucional. La verdad, es solo un herradero de absolutismo legislativo.