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Nunca pensé que escribiría esto: mañana echaré  de menos el Informe presidencial.

Admito que lo echo de menos desde que desapareció de nuestra vida pública, en el último año del gobierno de Vicente Fox, 2006.

Desde ese año ningún Presidente mexicano ha podido cumplir este rito elemental de la vida democrática: informar de cuerpo presente en el Congreso de la Unión, ante los otros poderes, sobre los hechos de su gobierno y la situación del país.

La supresión de ese ritual es el síntoma de una democracia sin demócratas, la excrecencia de un pluralismo político incivil, incapaz de someterse a las formalidades del diálogo democrático.

El Informe presidencial me pareció siempre una ceremonia altisonante, sobreactuada, abusiva en su extensión y en su pompa, y en su penosa falta de elocuencia.

Era, sin embargo, un acto solemne que comprometía al Presidente con una visión del país y sus problemas.

El acto tenía un sentido simbólico y una seriedad política incuestionable. Y más sentido adquiría entre más plural y democrático era el recinto donde se pronunciaba.

El hecho fue, sin embargo, que entre más plural y democrático se volvió el Congreso, menos civiles y tolerantes se volvieron las fuerzas políticas reunidas en él.

La rijosidad de las minorías de la izquierda y la complacencia de las mayorías dejó de garantizar la normalidad republicana del acto y hasta la seguridad física del compareciente.

No sé si aquella rijosidad pasó, pero es claro que la exclusión facciosa permanece, en medio de la más extraña resignación institucional a la increíble anomalía vigente.

El titular del Poder Ejecutivo sigue sin poder pisar el recinto del Poder Legislativo. Como síntoma, ese solo hecho basta para dudar de la salud de nuestra democracia.

Imaginemos la anomalía al revés: que por la molestia del Poder Ejecutivo con alguna bancada del Congreso, ningún miembro del Congreso pudiera pisar Los Pinos o algún recinto del Poder Ejecutivo sin arriesgarse a un desaire o a una agresión.

La incivilidad de la democracia disminuye la democracia. Atentar contra los modales de la democracia es atentar contra la democracia misma, donde la forma es fondo, y viceversa.

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