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Con excepción de la crítica (sobradamente justa) de Carlos Beristain a la atención a víctimas, en particular a los absurdos burocráticos y la demencial dilación para obtener el ADN del normalista Julio César Mondragón, el informe conclusivo del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes llegó ayer a su clímax, pero no con sus previsibles y sospechosistas conclusiones, sino con la inaudita calificación de su desempeño que le mereció a James Cavallaro, presidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA:

“Ha superado todas las expectativas”, mintió.

Tendría razón si la siembra de dudas, insinuaciones y descalificaciones de lo hecho y dicho por la PGR sobre el caso Iguala fuera el compromiso que suscribió la CIDH con el Estado mexicano.

Pero sucede que lo único fuera de toda duda en su segundo y último informe es que el GIEI no llegó a nada firme para saber el paradero y situación (vivos o muertos) de Los 43, y ni siquiera hizo un relato tan preciso, conciso y macizo como el que a Jesús Murillo Karam le llevó, temeraria y equivocadamente, a definir como “verdad histórica”.

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