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Este fin de semana adquirí y leí, hasta donde me alcanzó el tiempo, el libro de Santiago Nieto Castillo denominado: “Sin filias ni fobias, memorias de un fiscal incómodo”. La publicación está bien escrita y, para mí, ha sido más fácil su lectura que su adquisición, ya que en cuatro de las cinco librerías visitadas estaba agotada la edición.

El libro del doctor en Derecho por la UNAM, Nieto Castillo, originario de San Juan del Río, Querétaro, esclarece las dificultades que tiene un buen servidor público para cumplir con la Constitución y la ley en contra de los personajes corruptos y de las estructuras de poder que lo persiguieron y, finalmente, destituyeron.

Libros, como el de Nieto Castillo, que testifiquen la simulación en la que ha vivido hasta el momento actual nuestro aparato gubernamental, son necesarios para poder clarificar el estado de cosas del que se desprenden la corrupción y la impunidad.

El 19 de febrero del 2015, Santiago Nieto Castillo fue elegido por el Senado de la República titular de la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (FEPADE), antes de asumir el cargo y como ordena el artículo 128 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, protestó cumplir con ésta y las leyes que de ella emanan. La solemnidad del juramento motivó al nuevo fiscal a cumplir lealmente lo prometido en el altar de la patria.

A esa misión se abocó y fue así como pudo percatarse que la corrupción en México, la mayoría de las veces, se inicia con los procesos electorales. Empresas, particulares, grupos de interés e, inclusive, el crimen organizado, financian campañas políticas que generan compromisos los cuales terminan convirtiéndose en actos ilegales al iniciar los gobiernos de los candidatos o partidos apoyados económicamente.

Desde el año 2010, la empresa brasileña Odebrecht había significado una buena ocasión de enriquecimiento ilícito para los políticos mexicanos. “Algunos funcionarios y gobernantes –escribió Nieto Castillo- se dejaron abrazar, de manera complaciente, por los tentáculos del pulpo multimillonario”.

Fue en febrero del año 2017 cuando comenzó en México una investigación ministerial por cohecho, dirigida por la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delitos Federales (SEIDF) y originada por las declaraciones que, años antes, hiciera a la fiscalía brasileña el magnate de la empresa brasileña, Marcelo Odebrecht –quien muriera en el 2014. El mandamás de la firma sudamericana expuso que Emilio Ricardo Lozoya Austin recibió 10 millones de dólares mediante los cuales Pemex le otorgaría al ente industrial brasileño cuatro contratos. Estos recursos ilícitos fueron destinados a campañas electorales del PRI.

Santiago Nieto escribió que desde el 2015, cuando el Senado lo designó fiscal, comenzaron –él y su equipo- la revisión de la carpeta que contenía los contratos detectados por la SEIDF; fueron auxiliados por la Comisión Nacional Bancaria y de Valores que les proporcionó los datos sobre Lozoya y sus empresas: cómo estaban constituidas, referencias fiscales e información de carácter financiero. También contaron con la colaboración del SAT, de la Secretaría del Trabajo y del INE, para comprobar que Lozoya Austin sí había tenido un cargo partidista. Mediante el Instituto Nacional de Transparencia Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI) supieron el número de contratos que Pemex tenía con Odebrecht. Según la investigación de la SEIDF eran cuatro, la FEPADE localizó 42.

Cuando todo estaba listo para iniciar el proceso contra Lozoya, el 16 de octubre del 2017, Raúl Cervantes, Procurador General de la República y jefe de Nieto Castillo, renunció a su cargo. Su sucesor, Alberto Elías Beltrán, encargado del despacho y que no podía ser Procurador por no tener 10 años de práctica profesional, lo despidió, de manera ilegal, de la FEPADE.

Reproduzco una reflexión del autor del libro a propósito de su destitución: “yo en quien no confiaba era en Peña Nieto, quien me pidió que fuera institucional, cuando el primero en dinamitar las instituciones fue él. Tampoco confiaba en Alberto Elías Beltrán, quien me prometió que nada sería público hasta que volviéramos a hablar. Mi desconfianza también estaba depositada en muchos integrantes de ese gobierno que, a pesar de haber protestado cumplir la Constitución, se empeñaban en actuar como clan por encima de cualquier principio legal. Ese día, en la Cámara de Diputados, el secretario de Gobernación dictó sentencia: yo había violado la ley. En una semana pasé de perseguidor a perseguido”.

Muchos deben de haber pensado que con el sexenio peñanietista, el caso Lozoya-Odebrecht llegaría a su fin y caería en el olvido, como tantos otros. Pero no contaban con el triunfo en las urnas de López Obrador y con el nombramiento de Santiago Nieto Castillo como encargado de la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda, gesto político de significancia que no puede pasarse por alto. El asunto de Lozoya está vivo porque si bien los delitos electorales que se le atribuyen ya prescribieron esto no ha sucedido con los cargos de cohecho. Ahí tiene AMLO un buen pez gordo, para culminar sus primeros cien días de gobierno, con sólo tirar del anzuelo.

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