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Marco Rubio llegó a México con dos discursos.

Desde Washington, la línea de que la estrategia de seguridad de Estados Unidos se extenderá más allá de sus fronteras. En la Ciudad de México, en cambio, el mensaje se vistió de cortesía diplomática: cooperación histórica, respeto mutuo y confianza entre gobiernos.

Rubio aterrizó en el AIFA, horas después de que Estados Unidos hundiera en el Caribe una lancha venezolana con once tripulantes acusados de narcoterrorismo.

“Puede pasar de nuevo, puede estar pasando en este momento, puede pasar mañana, puede pasar en una semana”, dijo al lado del canciller Juan Ramón de la Fuente.

Del lado mexicano no hubo réplica. Los medios estadounidenses hablaron de un endurecimiento bélico, de la decisión de Trump de usar al Pentágono contra los cárteles y de la acusación directa a Nicolás Maduro como jefe de un narcoestado.

El énfasis fue en la continuidad de operaciones militares en el Caribe y en la advertencia de que cualquier embarcación sospechosa puede ser destruida.

Allá se presumió el músculo militar, aquí los entendimientos diplomáticos.

Rubio aprovechó su visita para dejar claro que: “No hay gobierno en este momento que esté cooperando con nosotros más en la lucha contra la criminalidad que el gobierno de México y el gobierno de la presidenta Sheinbaum”.

El canciller mexicano respondió con la cartilla constitucional: no intervención, autodeterminación, solución pacífica de controversias.

Cada uno recitó sus principios, en un escenario marcado por la asimetría.

La operación de Trump requería legitimidad internacional; Sheinbaum necesitaba mostrar que México no se subordina. Ambos la obtuvieron. Él normalizó el uso de la fuerza; ella consiguió la foto de la cooperación.

Lo que no se dijo pesa más. Nadie en la comitiva mexicana cuestionó que Estados Unidos se arrogue el derecho de disparar misiles en aguas internacionales contra presuntos narcotraficantes, sin juicios ni procesos. Nadie mencionó la ausencia de pruebas más allá de los videos difundidos en redes de Trump. Tampoco se discutió qué ocurriría si un ataque de este tipo involucra a ciudadanos mexicanos. El silencio fue la vía más cómoda para todos. En Ecuador, la gira de Rubio tomó un tono distinto: anunció millones de dólares en ayuda, prometió drones entrenamiento. El mismo funcionario que en México habló de respeto a la soberanía, en Quito etiquetó enemigos a conveniencia de Washington.

La prensa mexicana priorizó el discurso de la cooperación; la estadounidense, la amenaza bélica.

Esa doble narrativa no es accidental, es el reflejo de la asimetría entre ambos gobiernos.

Lo que se dijo en público es apenas la mitad de la historia. Lo que no se dijo es lo que define la relación: el silencio sobre la legalidad de los ataques, sobre la presión arancelaria, sobre la posibilidad de que el concepto de “terrorismo” se use como llave para intervenir en cualquier rincón de la región.

El resultado es un equilibrio frágil: México gana tiempo, Estados Unidos gana margen de maniobra. La pregunta es cuánto durará. La cooperación histórica puede transformarse, de un día para otro, en aval implícito a los misiles en el Caribe. En política, el silencio también se paga.

Monitor republicano.

Comparto la idea de que el evento fue el mensaje. En el gobierno de “primero los pobres” y los pueblos originarios, los vestidos con trajes indígenas que asistieron al Informe de la presidenta Sheinbaum, fueron relegados a la última fila. En las primeras filas, la clase política, luego los ricos y hasta atrás los indígenas. O sea, lo que se dice no necesariamente se hace. Puro clientelismo político.

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