Elecciones 2024
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Terminé mi columna del jueves pasado con la afirmación que, desde mi punto de vista, sentía a la sociedad mexicana peligrosamente polarizada ante la inminente toma de posesión del presidente Andrés Manuel López Obrador.

Hoy más que nunca –escribí- en los años que he vivido, siento que la división es más intensa. Una narrativa de odio, descalificación y división nos está invadiendo –concluí-.

Aunque lo dudo, tal vez lo que describo suceda sólo en el círculo social en el que yo me desenvuelvo. Esperaba en el discurso de toma de posesión del político tabasqueño un enfático llamado hacia la reconciliación nacional. Apenas tocó el asunto cuando expresó que su gobierno actuará sin odios y buscará por el camino de la concordia la Cuarta Transformación de la vida pública de México. El Primer Mandatario no juzgó necesario hacer, con mayor realce, una convocatoria más extensa al acuerdo y al entendimiento entre connacionales en su discurso inaugural. Luego, asumo que él no tiene la percepción, que tiene el que escribe, sobre la fractura de la ciudadanía. Fractura que nos ha polarizado y que se ha potenciado al difundirse por las redes sociales.

Siento que desde antes de las elecciones, a partir del holgado triunfo de AMLO y Morena en éstas, y de los errores cometidos por el presidente electo y sus colaboradores, durante el larguísimo período de transición, se ha venido gestando de manera exponencial una intransigencia –no me atrevo a calificarla de fanatismo- maniquea que separa a los pudientes de los pobres; a los honestos de los corruptos; a los empresarios de los trabajadores; al pueblo bueno del pueblo malo; a la elite favorecida por los gobiernos neoliberales de los millones de jodidos que éstos crearon; a los conservadores de los progresistas, a los amigos de los adversarios. No nos caería mal que los ánimos se serenaran –palabra del vocabulario de AMLO- entre los ciudadanos para recibir al nuevo gobierno, con exigencia, sí, pero con buena voluntad.

El paquete electoral

El discurso del presidente entrante en su toma de posesión, fue la reiteración de lo que ha dicho desde hace doce años. Su diagnóstico de país, en lo personal me parece adecuado y fue lo que hizo que 30 millones de mexicanos votáramos por él –compramos su oferta política-: “Nada ha dañado más a México que la deshonestidad de los gobernantes y la minoría que ha lucrado con el influyentismo”. Por eso causó extrañeza la propuesta de lo que él llama “ponerle punto final a los corruptos”: “Propongo al pueblo de México que pongamos un punto final a esta horrible historia y mejor empecemos de nuevo; en otras palabras que no haya persecución a los funcionarios del pasado y que las autoridades encargadas desahoguen en absoluta libertad las investigaciones pendientes (…) si abrimos expedientes no nos limitaríamos a buscar chivos expiatorios, como se ha hecho siempre, y tendríamos que empezar por los de mero arriba. No habría juzgados ni cárceles suficientes”.

Aquí es donde la puerca torció el rabo. Yo voté por el paquete electoral amloviano –all-inclusive- es decir con la esperanza de que hiciera efectiva su promesa de castigar a los políticos depredadores del sexenio 2012-2018 y aún a los antes, sin distinción de jerarquías. Si es por falta de cupo en los juzgados o en las cárceles se les puede juzgar en sus propias residencias y meterlos presos en las habitaciones destinadas a sus escoltas. Además, los de mero arriba, no son tantos. Sería sensacional mandarlos a un reclusorio para que “gocen” de todas las comodidades de las que disfrutan los reos comunes y corrientes.

¿Qué hubiera pasado si López Obrador, una o dos semanas antes de las elecciones del primero de julio hubiera manifestado su intención de aplicar el punto final a los corruptos? No hubiera tenido 53% de los votos a su favor. Esto es algo que no se puede dejar pasar. Por otro lado, el presidente de la república, no tiene que meter las manos para castigar ningún caso de corrupción, sólo mostrar empeño y decisión; investigar los delitos corresponde al Sistema Anticorrupción y juzgar y castigar a los delincuentes es trabajo del Poder Judicial.

También sé, y lo reitero, que le di mi voto  a Andrés Manuel López Obrador, a sabiendas que con él México no inicia un cambio de Gobierno, sino un cambio de régimen político. Una transformación ordenada, pacífica y radical. En sintonía con los principios constitucionales. En donde se respetará la libertad de expresión, el derecho de réplica, el pluralismo y la diversidad. Donde –espero- se practique la autocrítica, se escuchen todas las voces y se logre crecer económicamente para desterrar la pobreza y la injusticia social. Simplemente, pensemos en los pueblos originarios, cuya marginalidad es una increíble vergüenza que exista en pleno siglo XXI.

Sinceramente, creo en la honradez personal de nuestro Primer Mandatario. Sin embargo, considero que, sólo con sus buenos deseos, no va a ser nada fácil desterrar la corrupción que tiene carta de naturalización nacional.

Voté por él, pero no soy un incondicional del presidente. Propone hacer muchas cosas sin decir cómo. Por el bien de México le deseo buena ventura y le otorgo el beneficio de la duda.