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La definición es muy clara: “boicotear es impedir o interrumpir el desarrollo normal de un proceso o de un acto como medida de protesta o como medio de presión para conseguir algo”.

Y sí, para políticos, analistas y medios de comunicación de los Estados Unidos, lo que intentó el presidente Andrés Manuel López Obrador fue boicotear la Cumbre de las Américas, al condicionar su asistencia a que fueran invitados los dictadores de Nicaragua, Venezuela y Cuba.

No lo logró, pero esta Cumbre será recordada, entre otras cosas, por la ausencia de algunos mandatarios que se unieron a la postura del presidente mexicano y porque en los círculos de poder quedó la impresión de que López Obrador intenta crear un bloque opositor a la hegemonía estadounidense, porque quizás cree que el presidente Biden “es una buena persona”, está viejo y débil y se quiere aprovechar de ello.

En efecto, los argumentos supuestamente inclusivos del presidente de México podrían tener una segunda intención.

Hay a quien le parece que el presidente de México aspira a convertirse en el líder de la “Contra” continental y que no tiene empacho en reconocer y coquetear con China y expresar su respeto y consideración al presidente ruso, Vladimir Putin, a quien el mundo civilizado considera un tirano invasor.

Su ausencia de la Cumbre le impidió reunirse con Joe Biden, oportunidad que nunca está de más, dada nuestra vecindad y nuestras relaciones económicas y comerciales, y rozarse con los demás jefes de Estado y de Gobierno, a algunos de los cuales quizás solo conozca en fotografía o vía zoom.

Parece que al presidente de nuestro país no le gustan esas reuniones, porque implican compromisos, que ausente evita. Probablemente su espíritu pueblerino lo achica ante los demás dignatarios. Si es por el idioma, para eso están los traductores, además de que la mayoría habla español, “castilla”, pues.

Para algunos, la bravata del presidente no tendrá consecuencias pero los menos ingenuos ven que podría haber una expulsión de migrantes de todas las nacionalidades, para que se queden varados en México; que se impongan impuestos a las remesas; que haya demandas laborales por incumplimientos del T-MEC, que se pongan aranceles a productos mexicanos, de manera indiscriminada; que se cierre la frontera por el aumento de los casos de Covid; que se apliquen sanciones ecológico-ambientales a productos como el atún o que se incrementen las redadas contra mexicanos indocumentados. Y así, al infinito.

El gran ganador de la ausencia del presidente López Obrador fue el Canciller, Marcelo Ebrard, quien tuvo la oportunidad de oro de reunirse cara a cara con los presidentes que asistieron y se mostró como lo que parece y lo que es, un estadista.

Seguramente siempre le dio su lugar al presidente López Obrador, pero quien saludó a Joe, Jill y Kamala fue Ebrard, quien estuvo con Justin Trudeau, fue Ebrard, quien participó en las reuniones, quien se dio a conocer, quien pontificó y llevó agua a su molino, fue Ebrard.

Mientras, en México, su jefe se batía a duelo con los senadores gringos Rubio, Menéndez y Cruz, y los suspirantes de la candidatura presidencial batallaban con los transportistas que exigían aumento en sus tarifas o esperaban a que sonara la campana para cruzarse a comer al “Círculo del Sureste”.

Monitor republicano

Los vacíos se llenan de lo que sea y de quien sea y generalmente no resultan del agrado del ausente. Viene ahora la “operación submarino” para el Canciller, como hacía un conocido y reconocido secretario de Hacienda, quien salía del país a cosechar elogios y triunfos, regresaba, y se guardaba una temporada para no ser víctima de la envidia, de los celos y del enojo de su jefe.